lunes, 4 de octubre de 2010

Capítulo 2

Con la cabeza embotada por el largo vuelo y el corazón a mil por hora, bajó del avión. Las palabras del piloto habían provocado el nerviosismo no sólo en los viajeros sino también en la tripulación, que no dejaba de moverse de un lado a otro ayudando a algunos pasajeros a levantarse, indicando a otros que esperaran o sacando maletas de mano que había quedado atrapadas en el receptáculo superior a los asientos. Sin darse cuenta, se encontró rodeada de un tumulto de personas desesperadas, ansiosas, deseosas de pisar tierra americana.
Echó un vistazo a su alrededor. Matthew no andaba por ahí. Cuando el piloto había indicado la llegada a Nueva York, el chico había salido corriendo a su antiguo asiento sin decir una palabra. Lo cierto es que esa falta de tacto le había molestado un poco. Ya que parecía ser que habían compartido butacas en el vuelo durante varias horas, y después de haber estado importunándola, lo mínimo que podía hacer era despedirse de ella.
Al cruzar la puerta del avión, se despidió de las azafatas. De nuevo, aquella azafata rubia le sonrió. No quiso parecer antipática, así que con poco ánimo le devolvió la sonrisa.
En el gusanillo que comunicaba el avión con la terminal, la gente se movía nerviosa. Una familia con niños se paró a poner las chaquetas a los pequeños. Una chica de unos veinticinco años echó a andar un poco más rápido para alcanzar a un joven alto y fuerte que iba unos pasos por delante. Los idiomas se mezclaban en ese estrecho paso, y ella comenzaba a agobiarse. Nunca le habían gustado los espacios cerrados, así que estaba deseando salir del pasillo, dejar atrás el aeropuerto y perderse en las anchas calles plagadas de taxis amarillos.
Por fin consiguió zafarse de toda esa gente y entrar a la terminal. Siguió las indicaciones de unos carteles luminosos que pendían sobre las cabezas de los ajetreados turistas y se dirigió hacia la salida. Mientras caminaba, miraba para ambos lados, nerviosa, buscando a alguien. A lo lejos vio a las azafatas observando a diestro y siniestro. La azafata más joven pareció verla y la señaló mientras hablaba con sus compañeras.
Instintivamente, la viajera se llevó la mano al cuello y rozó con las puntas de los dedos el cartelito que llevaba colgado en la cinta azul que le dieron en el anterior aeropuerto. Echó a caminar más rápido, sin mirar atrás.

Quería perderse en el bullicio de la gente, sentirse adulta e independiente desde el primer momento. A fin de cuenta, si la habían hecho embarcarse en un viaje tan largo al otro lado del océano ella sola y si esperaban que construyera una nueva vida en la gran manzana, debían confiar en ella.
Oyó unos pasos acelerados tras de ella y sospechó que se trataba de alguna azafata, por lo que se apresuró aún más. Al girar un pasillo, justo ahí al frente pudo ver a un policía controlando los pasaportes y los permisos de entrada a Estados Unidos. Se sintió frustada. No conseguiría jamás cruzar esa puerta sin la compañía de un adulto.
Al tiempo que frenaba, una delicada mano femenina la agarró del brazo.
- ¡Señorita, señorita! Espere un momento. No puede ir usted sola por aquí siendo menor de edad. Debe esperar a que el miembro de la tripulación a su cargo la acompañe hasta el punto de encuentro con sus familiares.
Una mujer un poco mayor que las otras azafatas, de unos cuarenta años, le sonreía cordialmente, con las mejillas sonrojadas y la voz entrecortada por la carrera.
- Sí, claro, perdón. No sabía que tenía una persona a mi cargo. Soy la bastante mayor como para hacerme cargo de mí misma –respondió ella.
- Si no le importa, sígame por aquí y la acompañaré hasta la salida.
La joven aceptó con la cabeza y dejó que la azafata, con su pañuelito azul al cuello y su sonrisa, la ayudara a trasportar su bolsa de mano. Al llegar a la entrada, la azafata mostró su documentación y la de la chica al policía que comprobaba los pasaportes y le indicó que cruzara. Ese gigante de hombros anchos y cara seria le pidió que mirara a una cámara donde un escáner óptico guardó una imagen de su ojo para reconocerla en caso de cometer algún delito y también catalogó su huella, tras mancharla de negro como si fuera una niña de cinco años. Después, la miró a los ojos durante unos segundos eternos, observó con detenimiento a la azafata y les permitió el paso.
La azafata intentaba darle conversación, pero ella no estaba muy receptiva. Se limitaba a mirar a la asistente y menear la cabeza de forma negativa o afirmativa, dependiendo de la ocasión. Le daba la impresión de que todos la estaban tratando como a una niña, y eso no lo gustaba en absoluto. Tal vez fueran imaginaciones suyas, pensó, pero cada vez que oía la empalagosa y fingida voz de la azafata, se confirmaba su teoría de que esa señora deseaba tan poco tener que ir a su lado como ella misma.
Habían llegado, sin darse cuenta, a la zona de recepción de maletas. Con la cola para comprobar la documentación habían perdido bastante tiempo, por lo que las maletas ya estaban dando vueltas en las cintas. Su maleta fue una de las primeras que vio y eso le hizo sonreír. La maleta rosa chicle, esa maleta de niña de papá consentida, la maleta de niña pija, destacaba sobre todas aquellas maletas oscuras y serias. Estiró el brazo para sacarla de la cinta, pero ya había olvidado lo pesada que era, y no pudo levantarla. Salió corriendo detrás de ella, enganchada al asa, mientras veía como la azafata no hacía nada para ayudarla. Es más, le pareció ver desde lejos como ésta se reía.
Al final consiguió, con la ayuda de un hombre, bajarla de la cinta giratoria. Arrastró la maleta hasta el lugar donde la azafata la esperaba y, tras unas cuantas comprobaciones de seguridad por parte del personal del aeropuerto, cruzó las puertas que comunicaban con la zona de acceso público del recinto.
Decenas de personas se arremolinaban en torno a la puerta, muchas de ellas con cartelitos con nombres y apellidos en la mano. Además, un grupo de niñas se apelotonaba a un lado, gritando sin parar, como si se encontraran en la puerta de un concierto. Aunque en ese momento las odió, no pudo evitar pensar en sus amigas. “¡Atenta en el aeropuerto, que seguro que ves a Brad Pitt!”. “Calla, calla. ¡Brad Pitt es muy viejo! Al que seguro que ve es a Robert Pattinson. ¿Te imaginas? ¡Dios mío! Si lo ves, ¡pídele un autógrafo para mí, por favor!”.  Frenó el paso para mirar a su alrededor en busca de algún famoso, pero no vio nadie que le llamara la atención.
Al pararse, alguien chocó con ella por detrás. Su maleta cayó al suelo y entonces se dio cuenta de que alguien se había golpeado un tobillo con ella. Se giró de golpe para pedir disculpas, en su académico inglés, a ese desconocido y volvió a encontrarse frente a frente con Matthew.
- ¡Qué dolor! –se quejó el chico.
- Perdona, no sabía que tenía a nadie detrás –se disculpó ella, al tiempo que bajaba la mirada.
 - Puede que me haya hecho un esguince o una torcedura. ¿Qué llevas en esa maleta, piedras? –dijo el chico, medio en serio medio en broma.
Ella no dijo nada. Le hubiera gustado contestarle que llevaba allí toda su vida, mil recuerdos para no olvidar quién era ni de dónde venía, pero a ese chico ni le importaba su vida. Ese chico tan guapo no podría jamás interesarse por una chica como ella.
- ¡Ey, ey! No te preocupes. Sólo bromeaba. Creía que a estas alturas ya te habías dado cuenta de que soy un bromista –añadió.
La azafata había estado escuchando la conversación, entretenida, pero ya tenía ganas de marcharse. El viaje había sido muy largo y quería llegar a su hotel. Allí podría acostarse, olvidar los problemas en la parte de cola y las exigencias de los viajeros de primera. De lo que menos ganas tenía en ese momento era de hacer de niñera.
- Señorita Davis, la esperan allí. No debería entretenerse ni taponar la puerta de salida –murmuró la azafata mientras señalaba a un hombre alto y delgado con un cartelito blanco frente a ellas.
- Sí, claro. Vamos cuanto antes –respondió la joven.
Agarró el asa de la maleta y echó a andar. Giró la cabeza y se despidió con un leve movimiento de cabeza de Matthews. Ya había dado un par de pasos cuando oyó un grito llamándola:
- ¡Eh, espera! ¿No vas a decirme tu nombre? –era aquel chico de nuevo. Ella lo miró sin decir nada, seria-. Ya que me he hecho daño por tu culpa, es lo mínimo que puedes hacer por mí. Me lo debes.
Pese a que le parecía una excusa y una tontería, se sintió en la obligación de responderle. Además, en el fondo no le caía tan sumamente mal ese entrometido. Se lo debía, ¿no?
- Me llamo Sienna, Sienna Davis.

2 comentarios:

  1. he empezado hoy a leer espero o tardar mucho en ponerme al dia porque m a gustado a ver si todas las nochestengo tiempo y me paso un ratito.
    Amina

    ResponderEliminar
  2. Me esta gustando mucho, y me pareces un escritor genial!!!!

    ResponderEliminar