miércoles, 29 de febrero de 2012

Más allá del mar - Capítulo 1

-¿De verdad no quieres que vaya con vosotras? –preguntó la despampanante mujer poniéndole mirada de cachorrito abandonado-. Me quedaría mucho más tranquila si os acompañara hasta la universidad, viera la residencia donde vais a vivir, conociera a vuestras compañeras de habitación…
Sienna forzó una sonrisa a la vez que se mordía la lengua para no comenzar a escupir todas las palabras amargas que se le pasaron en ese momento por la cabeza.
“¿Ahora te preocupas por mí? ¿Después de hacerme creer durante años que habías muerto? ¿Ahora, cuando ya casi rondo los dieciocho, quieres volar conmigo a San Diego, cuando hace un año no te importó que hiciera sola el trayecto de España a Nueva York?”
Su madre, vestida con una hermosa falda dorada y una simple camiseta blanca de tirantes, extendió los brazos para abrazarla. Pese a sus negativos pensamientos, la muchacha no se resistió. Dio un paso al frente, abrazó a su madre y dejó que esta la besara en la frente como si fuera una niña. Aunque no le veía la cara, al oírla sollozar supo que estaba llorando.
Tras el impactante descubrimiento de que su madre seguía viva y había pasado los últimos años paseando por las pasarelas más exclusivas del mundo cumpliendo su sueño mientras ella la añoraba y no la olvidaba ni un solo día, Sienna no había sido capaz de perdonarla.
Los primeros meses los dedicó a odiarla en silencio, preguntándose cómo podía haberle fallado de tal modo, y es que hasta entonces, Keira siempre había sido una madre perfecta: cariñosa, comprensiva, divertida… ¿Cómo podía haberse imaginado que se marcharía de su lado sin decirle adiós?
Con la mediación de su padre en España y el apoyo de Matthew, la joven había acabado por aceptar la idea de que su madre era una persona más, una mujer con sueños e ilusiones que merecía una segunda oportunidad. Le costaba digerir sus sentimientos cuando estaban juntas, por lo que el proceso de adaptación había sido muy lento.
Cuando Sienna se cansó de culparla y decidió permitirle que volviera a entrar en su vida, comenzaron a verse una vez a la semana, durante media hora. Su lugar favorito para aquellos encuentros era la pequeña y discreta cafetería en Brooklyn donde tiempo atrás había compartido un delicioso brownie con Matthew, ya que allí, lejos de turistas y periodistas, las dos pasaban desapercibidas. Nadie las perseguía ni las paraba para sacarles una foto.
Iban por separado. La mujer siempre llegaba antes y debía esperar a su hija durante unos interminables minutos en que temía que la chica la dejara tirada. Sin embargo, Sienna nunca fallaba a su cita. Entraba en el establecimiento haciendo sonar la campanilla de latón que colgaba ante la puerta sin levantar la cabeza del suelo y con el rostro tenso.
Para aquellas reuniones, solía enfundarse unos vaqueros desgastados y una discreta camiseta de American Eagle que la ayudara a camuflarse entre el gentío. Con su preciosa melena recogida en un moño y unas gafas de sol de colores se sentía protegida de los demás. El primer día, al alzar la vista del suelo y encontrarse con la mirada de su madre, no pudo evitar estremecerse al reconocer cuánto se parecían. Esta también vestía ropa discreta y casual con la que pretendía aparentar ser una chica de barrio más. Nadie habría dicho, viéndolas juntas con una taza de café en la mano, que las dos mujeres acaparaban miradas en fiestas y portadas de revistas. La mayor, modelo de éxito. Hermosa e inalcanzable. La menor, la pareja del cantante de moda. Envidiada a la par que vigilada. 
Cuando el curso llegó a su fin, Sienna decidió dar un paso adelante en su relación con su madre.
-Ven a vivir conmigo… si quieres –segundos después de formular aquella frase, al darse cuenta de lo que acababa de decir, se mordió la lengua.
En los últimos tiempos habían logrado tener un trato más cercano y familiar, puesto que habían dejado de hablar de aquellos dos años separadas y habían comenzado por centrarse en el día a día. Sus planes de futuro, sus historias de amor, sus sueños.
Pero, ¿y si salía mal? En el fondo seguía guardándole rencor por engañarla y marcharse de su lado sin previo aviso, por lo que sabía que la convivencia sería dura y complicada. Ahora que al fin volvían a encontrarse, que parecían conectar de nuevo… ¿qué demonios la había llevado a pedirle que se mudara con ella a su apartamento frente a Central Park?
No le hacía falta responder a esa pregunta, ya que conocía la respuesta. A pesar de todo, pese al dolor, las lágrimas, las mentiras y el rencor, aquella mujer rubia y pizpireta era su madre, la persona a la que había admirado y adorado desde que era una niña. La quería incondicionalmente y la echaba de menos. Cualquier riesgo que debiera correr merecía la pena si al final conseguían limar las diferencias que había entre ellas.
Keira se lo pensó bastante antes de dar una respuesta a semejante oferta. Se moría de ganas de volver a compartir hogar con su hija, su niña, pero reconocía que tal vez no hubiera pasado el tiempo suficiente. La herida que había abierto en Sienna era incurable y todavía dolía. Sin embargo, acabó por aceptar. En caso de decir que no, desconocía si algún día la muchacha volvería a ofrecerle semejante oportunidad.
Se trasladó junto a su hija un par de días después de la fiesta de graduación de la chica, la misma que se celebró en el barco de Cindy con el fin de compartir recuerdos y despedidas hasta bien llegada la madrugada. Desde entonces, los dos meses siguientes se habían visto las caras a diario y había aprendido a tratarse con toda la normalidad que les era posible.
Así pues, aunque Sienna no había olvidado ni perdonado todavía, la relación entre madre e hija se hallaba en un buen momento cuando se despidieron en el apartamento frente a Central Park.
-Te voy a echar mucho de menos –sollozó la rubia, limpiándose discretamente las lágrimas que habían comenzado a humedecerle las mejillas.
Se habían despegado de aquel abrazo pero seguían cogidas de las manos, mirándose a la cara sin despegar la vista de los ojos de la otra.
-Yo también, mamá –respondió la joven, con un nudo en la garganta; era la primera vez que la llamaba mamá desde que vivían de nuevo juntas.
Sí, la echaría de menos, estaba convencida. La había echado de menos en España, cuando creía que jamás volvería a verla, y también en Nueva York al descubrir que seguía viva y la había estado engañando durante mucho tiempo. No podía negarlo, pero al mismo tiempo debía reconocer que le vendría bien estar alejadas un tiempo. Tras vivir sola todo un año en la gran manzana, compartir piso con su madre se le hacía muy raro. Esos meses se había convertido en una verdadera americana y era consciente de qué significaba para ella ese verano: el fin de una etapa, el comienzo del resto de su vida.
-Así que al final San Diego –murmuró la mujer, pensativa, mientras bajaban al recibidor en el ascensor-. Ya me contarás qué tal te adaptas, porque es totalmente diferente a Nueva York.
Sienna asintió en silencio. Había estado documentándose sobre su nuevo destino para calmar los nervios y había llegado a la conclusión de que su vida en San Diego se parecería mucho más a sus días en Javea que a los de Nueva York. Playa, sol, escapadas a la montaña… Naturaleza en estado puro.
Cuando el ascensor llegó a la planta baja, cruzaron el recibidor a paso lento. Con su enorme maleta rosa a rastras, Sienna se despedía de la que hasta entonces había sido su casa. El ascensor donde Matthew le había cantado al oído, la garita del agradable conserje, los escalones frente a la puerta que había subido en tantas ocasiones dándole vueltas a la cabeza y debatiéndose entre Matthew y Dean. Cuanto más lo pensaba, más cuenta se daba de todas las emociones y experiencias que había vivido en un año. ¿Sería también así la universidad?
El taconeo de los pasos de su madre cesó de golpe; ya se encontraban en la calle.
-Buenos días, señorita –saludó Gary, su conductor personal, desde el interior de su enorme vehículo oscuro-. ¿Preparada?
-Para nada –contestó Sienna, entre risas; le asustaba una barbaridad comenzar un nueva vida, una vez más, en un lugar distinto y desconocido, pero al mismo tiempo sentía una gran ilusión.
Se acercó con la maleta hasta el maletero del coche con su madre al lado. Esperó a que el hombre lo abriera y echara su equipaje dentro. Al mirar en el interior, vio otra maleta de similares dimensiones en tonos marrones y rojos. De inmediato imaginó a quién pertenecía.
-¿Ya has recogido las cosas de Abby? –se sorprendió-. ¡Si la he llamado hace un rato y me ha dicho que aún tenía un montón de cosas que organizar!
Gary sonrió y se dirigió a abrir la puerta trasera del coche sin responderle. Al mirar en el interior, Sienna comprendió el por qué de esa sonrisa.
-¡Sienna! –Abby saltó fuera del coche a toda prisa, asustando a su amiga- ¡Por fin está aquí! ¡Por fin!
Entre gritos, la abrazó. La española no pudo evitar que también a ella se le pintara una sonrisa en la cara. A diferencia del abrazo de su madre, del de Matthew un par de meses atrás o del que con tanto cariño le regaló a Cindy en el barco, hundirse entre los brazos de Abby la llenó de felicidad y emoción,  no de tristeza y melancolía.
-Creía que jamás llegaría este día y mira, aquí está –continuó gritando la chica del pelo rizado mientras daba saltos de alegría en la acera; cualquiera que las viera pensaría que estaban locas-. ¿No te mueres de ilusión?
-Claro que sí, pero estoy muy nerviosa. ¿Y si no conseguimos adaptarnos a la vida en San Diego? ¿Y si no consigo seguir las clases allí y empiezo a suspender? No quiero pasarme el resto de mi vida estudiando una carrera. No sé, en el fondo me da un poquillo de miedo todo esto…
El último “y si” se lo guardó para ella sola. ¿Y si el estar tan lejos de Matthew destrozaba su relación y perdía al chico de su vida? De haberse quedado a estudiar la carrera en Nueva York, habrían podido verse con frecuencia. Llevaban dos meses sin verse, pero en un par de semanas tendría unos días de descanso antes de dar el salto al charco e iniciar su gira europea, por lo que habrían podido compartir esos días en la gran manzana. Sin embargo, con Sienna en California, las cosas se ponían más difíciles.
-No tengas miedo, todo va a salir genial –apuntó Abby, que podía imaginar perfectamente en qué pensaba su amiga-. Bueno, me rectifico. ¡Todo nos irá genial si no perdemos el avión porque te has quedado parada como una tonta en el medio de la calle! Despídete de tu madre y vamos corriendo al aeropuerto.
Sienna no se hizo de rogar. Tras apartarse un par de mechones sueltos de la cara, se volvió hacia la mujer y le dio un beso en la mejilla.
-Cuídate mucho –pidió Keira, con el ceño fruncido en muestra de preocupación.
-Tú también. Nos vemos pronto –prometió, antes de abrazarla por última vez.
Poco después, las dos muchachas se hallaban sentadas en el interior del vehículo, una sonrisa tatuada en sus labios y el corazón latiendo a mil por hora.
Bajaron en el aeropuerto, embarcaron sus maletas y, una vez libres de equipaje, cruzaron los arcos de seguridad. Nada más verse en el interior, sin nada que hacer hasta que el avión despegara, miraron el reloj: faltaban poco menos de cuarenta minutos. Entre el trayecto de ida hasta el aeropuerto de La Guardia, las colas y los múltiples controles a los que fueron sometidas habían perdido mucho tiempo.
-¿Nos tomamos algo hasta que nos llamen para subir al avión? –preguntó Sienna a su compañera, que aún seguía dando saltos de acá para allá.
-Vale, vamos –respondió la otra chica-. Pero ni se te ocurra acercarme un café o una Coca Cola, que si no va a darme un infarto.
Las dos se echaron a reír mientras caminaban por los largos pasillos de la terminal en busca de una cafetería. Lo primero que vieron fue un Starbucks.
-¿Frappucino doble de chocolate? –propuso Abby.
-Frappucino doble de chocolate –aceptó su amiga.
Se pusieron a la cola para pedir sin dejar de observar a la gente que paseaba por el aeropuerto. Para su sorpresa, la mayoría de viajeros eran jóvenes de su edad con camisetas y sudaderas bordadas con el nombre de diferentes universidades. Naranjas y lilas de Clemson University, amarillas de la universidad de Missouri, rojas de Harvard...
-Dentro de poco nosotras seremos como ellos –señaló Abby-. Fans incondicionales de nuestro equipo de fútbol, siempre engalanadas con la ropa de la escuela. 
-Antes también lo éramos –la corrigió Sienna-. Al menos yo me pasé casi todo el curso con el uniforme azul marino del Saint Patrick’s.
-Claro, porque eras animadora, pero ahora será diferente. Todos iremos así, todos seremos iguales.
Para no destrozar la ilusión de su compañera, no dijo nada, aunque la americana no tenía razón. En el colegio, todos llevaban camisetas iguales en las tardes de partido, solo que ella nunca había querido ir y por lo tanto no lo había comprobado.
Pagaron a la cajera y se marcharon lejos del local con su enorme vaso en la mano. Querían encontrar pronto la puerta de embarque para poder estar más tranquilas.
-¡Anda, mira! –exclamó Abby emocionada-. ¡Universidad de San Diego!
Sienna levantó la cabeza de la pajita que había estado moviendo dentro del vaso para mezclar la nata con el batido y vio a una chica un par de años mayor que ellas con una camiseta de manga corta con el nombre de su nuevo centro de estudio escrito en el pecho.
-Vaya, parece que el azul marino nos persigue –comentó la española, refiriéndose al color de la camiseta de la desconocida.
-Espero que eso no sea un mal augurio –bromeó Abby-. Ojalá que los colores sean lo único que la USD y el colegio Saint Patrick’s comparten, porque este año voy a comenzar mi vida de cero y quiero que el resultado sea inolvidable.

domingo, 26 de febrero de 2012

Más allá del mar - prólogo completo


-Llévame al fin del mundo contigo –susurró al oído de su acompañante desarmándolo por completo.
El chico se irguió un poco en un vano intento de disimular el escalofrío que le había recorrido todo el cuerpo y que había provocado que se le erizara el vello de los brazos.
Hacía ya cinco meses que habían formalizado su relación con un beso en el recibidor del Hotel Plaza, pero él todavía no lograba creerse que la tenía a su lado. Sí, habían viajado juntos a Benidorm para su primer concierto en España y también era cierto que en los últimos meses habían compartido más de una noche en la enorme casa vacía de la muchacha. Sin embargo, la idea de que su realidad no era más que un sueño no se le borraba de la cabeza.
Ella, por su parte, observaba las crepusculares luces en silencio, sin formular palabra. Sus pensamientos se apelotonaban unos contra otros esforzándose por salir, pero la chica sabía cómo mantenerlos a ralla. Ese día no mencionaría nada, no sacaría a colación el tema que tanto la preocupaba y que le venía robando el sueño. Suspiró con una sonrisa en los labios. Era tan feliz a su lado…
Frente a ellos, la ciudad de Nueva York comenzaba a iluminarse. Pese a no haber oscurecido todavía, el Empire State Building había encendido las luces de una de las plantas superiores. El resto de edificios le imitaba, por lo que en la mayoría de los enormes rascacielos surgieron de pronto pequeños parpadeos, fogonazos de luz que a gran distancia de allí les otorgaba un encanto especial.
Sobre sus cabezas, un helicóptero recorría el cauce del río Hudson y se perdía entre las nubes que inauguraban la noche. Segundo a segundo, sin que ninguno de los presentes se diera cuenta, la oscuridad caía sobre la gran ciudad.
A la izquierda se alzaba el puente de Brooklyn, soportando sobre su pesado armazón de piedra a decenas de turistas que caminaban hasta el centro para conseguir una panorámica de la ciudad. A la derecha, en el puente de Manhattan, una hilera de bombillas de luz amarillenta prendía con calma en cada lado del último puente colgante en esa zona del río.
 Sin duda, las vistas que los alumnos del Saint Patrick’s disfrutaban esa noche eran las más hermosas de toda la gran manzana.
-Llévame al fin del mundo contigo –repitió Sienna, y en esta ocasión Matthew no pudo controlarse más y la abrazó.
La atrapó entre sus brazos y la apretó contra su pecho con cariño, casi con lágrimas en los ojos. Para su desgracia, aquella noche de mayo suponía el final de una etapa y el principio de una época inolvidable a la par que temida.
-Te voy a echar mucho de menos –consiguió decir al final, cuando hubo recuperado el aliento y resistido las ganas de llorar.
-Yo a ti también –respondió ella, todavía entre sus brazos.
Se separaron despacio hasta quedar mirándose fijamente a los ojos, intentando leer en la mirada del otro una promesa o una solución para aquel problema.
-¿Por qué no me voy contigo? –preguntó ella, forzando una sonrisa-. Sería genial, algo así como un año sabático. Tú, yo, el mundo entero a nuestros pies. Cada día una ciudad, cada semana un país. Dormir en aviones y tumbarnos cada noche en una cama distinta. Ver puestas de sol imposibles en lugares de los que no hemos oído hablar jamás. Besarnos en lo alto de la Estatua de la Libertad, frente al Taj Mahal o escuchando las campanadas del Big Ben. ¿Qué me dices, no sería perfecto?
Matthew la besó en los labios, emocionado, y después sonrío.
-Claro que sí, princesa. Sería un sueño hecho realidad, pero ya sabes que no podemos.
-¿Quién nos lo impide? –dijo ella, atrevida.
-Ya sabes… mi discográfica, tus padres –al ver el rostro fruncido de la muchacha, continuó hablando-… ¡y sobre todo mi moral! Tienes diecisiete años y acabas de terminar el instituto. Ahora debes ir a la universidad, estudiar para ser lo que quieras ser, porque estoy convencido de que puedes conseguir aquello que te propongas y, sobre todo, debes aprovechar estos últimos años para formarte como persona y saber escoger tu lugar en la sociedad.
-No quiero integrarme en la sociedad –refunfuñó Sienna mientras se echaba hacia atrás la melena que ese día había dejado suelta-. Prefiero vivir aventuras a tu lado a pasar el resto de mi vida encerrada en una oficina llevando cafés o  haciendo fotocopias.
-Hay más alternativas, ¿sabes? –se río Matthew-. Siempre me has dicho que te gustaban los idiomas y que desearías trabajar en la ONU como intérprete. Ahora es el mejor momento para que te prepares para cumplir tu gran sueño.
-Ese ya no es mi gran sueño –murmuró la muchacha, agachando la cabeza y contemplando como el resplandor de las luces del puente se reflejaba en el río dotándolo de un brillo anaranjado que lo hacía parecer irreal-; mi gran sueño eres tú.
Se abrazaron una vez más, en silencio, sin saber bien qué más decir. Ninguno quería separarse del otro, pero eran consciente de que era lo correcto, lo adecuado para los dos. No les quedaba otra alternativa que comenzar una relación a distancia. Al día siguiente Matthew se marcharía a Canadá donde le esperaban veinte conciertos de infarto por todo el país antes de partir de nuevo a Europa. Sienna, por su parte, pasaría las siguientes semanas preparando las maletas y despidiéndose de la ciudad. En menos de tres meses, los dos se habrían alejado de Nueva York.
-Vamos, chicos. La limusina ya está aquí –la voz de Abby los devolvió al mundo real.
Sienna giró la cabeza y vio tras de sí a su amiga engalanada con un coqueto vestido de palabra de honor color fucsia que le llegaba por encima de la rodilla. El brillante raso carecía de adornos hasta que alcanzaba el final del vestido, donde colgaba un precioso lazo del mismo tono que levantaba un poco la tela y mostraba el muslo de la joven. Llevaba el pelo semirecogido y atrapado por horquillas que simulaban ser flores, aunque había dejado sueltos numerosos mechones rizados de cabello que le endulzaban el rostro.
-¿Preparados? –preguntó Abby.
Matthew y Sienna le sonrieron y se levantaron de las rocas en que habían estado sentados. Bajo ellos, para no ensuciarse, habían tendido la chaqueta del muchacho, que se hallaba ahora manchada de tierra.
-No importa –dijo este cuando se percató de que Sienna intentaba limpiarla en balde-. La dejaré en el coche y la recogeré mañana.
Le ofreció la mano izquierda antes de echar a andar. Ella se la agarró. Segundos después, se encaminaron hacia la limusina siguiendo los pasos de Abby.
A diferencia del resto de fiestas a las que habían acudido, Sienna vio a Abby muy contenta e ilusionada. No quiso preguntarle a qué se debía esa alegría, aunque lo sospechaba: por fin, después de tantos años atada al Saint Patrick’s, esa noche diría adiós a todos sus compañeros y empezaría una nueva vida lejos de allí, una vida donde podría ser ella misma sin la influencia de ser la prima de Cindy, la sobrina de Bianca o quién sabe cuántas otras cosas más.
Unos chicos se habían agrupado ya en la puerta de la limusina blanca y esperaban a que el conductor les permitiera el paso. Todos ellos vestían traje de chaqueta y corbata. El par de chicas que permanecía cuchicheando a unos metros de ellos lucían sedosos vestidos largos combinados a la perfección con zapatos, bolso e incluso peinado.
-No voy a echar de menos todo esto, no –soltó Abby, sin pensarlo; no se dio cuenta de lo que había dicho hasta que las dos chicas se volvieron hacia ella y la miraron con mala cara.
Sienna se echó a reír y, tras separarse de Matthew, se acercó a su amiga.
-Créeme, yo tampoco –le comentó al oído, entre risas.
Sin embargo, ella no estaba tan convencida de lo que acababa de decir como su compañera. Probablemente, pese a los malos ratos que había pasado en el primer trimestre de curso, añoraría los meses que había pasado en el Saint Patrick’s hasta el fin de los días, y es que había llegado a Nueva York sola, con el corazón roto en mil pedazos, llorando por haber sido separada de sus amigas de toda la vida, recordando a una madre que creía muerta y enfadada con un padre cariñoso y amable que se había tornado distante y serio. Había aterrizado en Manhattan como una chica desdichada y temerosa del porvenir sin saber que en aquella mágica ciudad encontraría todo lo que siempre había deseado: una amiga de verdad, a su madre y al amor de su vida.
El chófer, un fuerte hombre negro con cara de pocos amigos, se bajó del asiento delantero y abrió la puerta de la limusina. Antes de que dijera nada, todos estaban dentro.
Matthew tiró la chaqueta en un rincón y buscó un hueco grande entre los muchachos. Como llevaba haciendo todo el curso, no le dirigió la palabra a ninguno de ellos, aunque sí intercambió una sonrisa con Mike, el único que alguna vez había sido amable con él. Por supuesto, ignoró a Dean, el apuesto Dean, el deportista Dean, el mismo por el que Sienna había perdido la cabeza sus primeros meses en Estados Unidos y al que tanto odio le profesaba.
La española se apresuró a sentarse junto a su chico mientras atrapaba el brazo de su amiga y la arrastraba al interior del vehículo para que se pusiera a su lado. Pese a lo grande que era la limusina, las dos acabaron sentadas frente a Dean, aunque ninguna hizo ningún gesto de interés salvo por el intercambio de miradas cómplices y burlonas.
El cantante apretó la mano de Sienna mientras la observaba con detenimiento. Esa noche, más que ninguna, estaba preciosa. Al contrario que las otras chicas, había optado por un vestido discreto de color crema, alejándose de los tonos cantosos y deslumbrantes que llenarían en poco tiempo la pista de baile. Aquel vestido era corto y atrevido, puesto que terminaba a medio muslo y dejaba ver sus larguísimas piernas.
-¿Preparados para la última gran fiesta? –gritó Dean, que se había arrodillado en el centro de la limusina para animar a sus compañeros.
-¡Sí! –gritaron los chicos; las chicas, en cambio, se limitaron a soltar una risita disimulada.
-¡Pues que corra el champán! –chilló echando mano a unas botellas que salieron a su lado de un compartimento del vehículo.
Cogió una de ellas y la descorchó de inmediato. El tapón rebotó en el techo y estuvo a punto de golpear a Matthew en la cara, pero el muchacho fue más rápido y consiguió coger el corcho al vuelo. Dean ni siquiera se dio cuenta. Mientras todo eso ocurría, había servido un par de copas con el delicioso cava y se disponía a llevarse la botella a la boca para beber de la misma. Estaba desmadrado.
Sienna abrazó a Abby, que no despegaba la mirada de las locuras del deportista.
-Por fin nos separamos de él –comentó por lo bajini para robarle una sonrisa a su amiga.
-Sí –contestó ella, aunque no sonrió-. Parecía que este día no iba a llegar.
Como si supiera que hablaban de él, Dean les ofreció un par de copas llenas de champán hasta los topes.
Ambas lo miraron calladas y pensativas, asombradas porque el chico hubiera tenido aquel acercamiento hacia ellas después de todo lo que había pasado. Hacía meses que no se dirigían la palabra.
-Venga, vamos, que un día es un día –las instó, lanzándoles esa mirada tan suya que un día las atrapó y les robó la respiración.
Abby la aceptó y agarró las copas. Le pasó una a Sienna tras comprobar que Matthew ya tenía la suya.
Las dos se miraron antes de brindar con ellas junto al resto de compañeros y, justo antes de beber, Abby murmuró:
-Sí, un día es un día…
* * * * *
Cruzar el puente de Brooklyn y llegar hasta el muelle 84 les llevó más de una hora a pesar de encontrarse simplemente al otro lado del río.
-Es lo que tiene Manhattan y su maldito tráfico –se quejó Abby mientras bajaba de la limusina con la cuarta copa de champán en la mano.
De camino hacia el embarcadero, el conductor no solo había tenido que lidiar con taxis enloquecidos y vehículos de alquiler completamente perdidos, sino que además se habían visto atrapados frente a una congregación motera. Por fortuna para los ocupantes de la limusina, la bebida no había faltado en ese trayecto, por lo que al apearse del auto más de uno caminaba haciendo eses y con una sonrisa tonta pintada en los labios.
Las otras chicas que habían viajado con ellos se emparejaron los vestidos y se los subieron un poco antes de echar a andar con la intención de protegerlos del roce contra el suelo. Abby y Sienna, sin embargo, no debían preocuparse de eso, por lo que lo primero que hicieron fue buscar con la mirada el lugar al que se dirigían. Enseguida lo localizaron.
-¡Qué bonito es esto! –exclamó la española, con los ojos abierto de par en par, mientras se preguntaba cómo en los nueve meses que llevaba en la gran manzana no había ido todavía a esa zona de la ciudad.
-Es precioso, ¿verdad? –sonrió Abby, alegre-. Otro de los maravillosos rincones de Nueva York que no olvidaré cuando nos larguemos de aquí. A diferencia de la gente de clase, echaré mucho de menos sitios como este que siempre he tenido cerca y hasta hace poco no he sabido valorar.
A unos metros del lugar en que había parado la limusina, el río Hudson, desde la orilla opuesta a la que se encontraban un rato antes, los saludaba de nuevo. Se encontraban en un embarcadero turístico entorno al cual un grupo de visitantes se sacaba fotos y compartía emociones en decenas de lenguas diferentes.
Frente a ellos, un puesto de comida rápida en el que unos muchachos esperaban su turno para pedir un cartucho de patatas fritas y un par de refrescos. A un lado, un precioso paseo marítimo sobre el muelle, bordeado por unos cuidados y frondosos árboles que crecían en el césped. Más allá, perdiéndose en el río, el USS Intrepid, un inmenso buque portaaviones repleto de aeronaves de diversos tamaños que hizo a las dos muchachas sentirse como un par de diminutas hormigas. Un avión con los colores de la bandera americana se escondía tras el barco del mismo modo que una pareja se besaba con ternura al final del muelle, en unos de los bancos de metal que vigilaban el río.
-¿Cómo es que no me has traído nunca a esta zona? –le preguntó Sienna a Matthew-. Si hubiésemos venido aquí a leer El retrato de Dorian Gray, creo que me habría enamorado de ti el primer día.
El chico se echó a reír.
-Dudo que hubieras conseguido cruzar Manhattan de un lado al otro corriendo como atravesamos Central Park.
-¿Me estás llamando débil? –se quejó la chica, con los brazos en jarras y poniéndole morritos.
-Claro que no, tonta –respondió él-. Solo lo digo porque Central Park estaba al lado del colegio y después de la carrera que nos dimos, que no fue precisamente corta, los dos estábamos agotados, acuérdate.
Sienna viajó atrás en el tiempo con el comentario del cantante. De pronto, se vio frente al círculo de Imagine, escuchando al cantante callejero recitar la canción al ritmo de su guitarra. Ellos dos sentados en el banco, las declaraciones de sentimientos ocultas en las palabras de Wilde… El principio de una historia muy especial.
Para borrar esos recuerdos de su mente y regresar a la realidad, buscó el teléfono dentro de su pequeño bolso de mano y marcó un número. Con toda seguridad habrían encontrado el lugar al que se dirigían sin necesidad de llamar a la chica, pero en ese momento necesitaba una voz hablándole cerca al oído sobre cualquier cosa que no fuera Matthew.
-¿Sienna? –preguntó alguien al otro lado del teléfono; pese a saber con quién hablaba la otra muchacha sonaba confusa-. ¿Dónde estáis que no habéis llegado todavía? Hace un buen rato que os estamos esperando. Te he llamado varias veces al móvil y no me has contestado.
-Perdona que no te haya cogido las llamadas, pero es que no he oído el teléfono. Nos hemos encontrado con un atasco alucinante y Dean ha aprovechado ese tiempo para comenzar la fiesta en la limusina. Ya sabes cómo es…
Su interlocutora permaneció en silencio unos segundos antes de retomar la palabra.
-Dean –el nombre pareció escocerle en la garganta mientras lo pronunciaba, puesto que le tembló la voz-… Sí, ya sé cómo es. Quién mejor que yo para saberlo.
Sienna se imaginó a su amiga apoyada en la borda del barco, siguiendo el vaivén de las olas en el agua y pensando en el deportista. En el fondo de su corazón sintió un poco de pena.
Antes de que ninguna de las dos pudiera añadir nada más, a través del altavoz le llegó un estruendo de voces y risas masculinas. No le cabía duda alguna: sus compañeros de vehículo acababan de llegar a la fiesta.
-¿Qué barco es? –preguntó la española, cogida de la mano de Matthew.
-El Queen of Pop II –escuchó decir a la otra persona, con voz cansada-. Es el más grande que hay en el embarcadero de Circle Line, después del Intrepid, claro. El único diferente a esos barcos para turistas. En cuanto lo veas sabrás cuál es.
Sienna repitió la descripción a sus dos acompañantes, que alzaron el cuello y buscaron el buque. Abby señaló un navío no muy lejos de ellos, atracado a mano izquierda de donde se encontraban. A simple vista, les pareció que el barco no era tan grande como para perderse dentro de él, pero era lo bastante espacioso para celebrar en su interior la fiesta más impresionante de todos los tiempos.
-Ya vamos de camino –respondió Sienna, cargada de energía, antes de cortar la llamada.
Los tres, Matthew, Abby y ella, comenzaron a caminar hacia el embarcadero. Al llegar ante el acceso al mismo, controlado por un par de vigilantes de seguridad, mostraron sus identificaciones y pudieron entrar sin ningún problema.
Nada más pisar la borda, notaron el ligero movimiento del barco bajo sus pies. Siguieron las indicaciones de unos hermosos carteles de colores que señalaban la zona donde se celebraba la fiesta y enseguida llegaron a la pista de baile. Conforme entraron, la sala, que hasta ese momento había permanecido en silencio, se llenó de una estridente música.
-Que comience la fiesta –murmuró Matthew al tiempo que soltaba la mano de su novia y la dejaba echar a correr hacia el otro lado del enorme cuarto decorado con serpentinas, luces de discoteca y fotos de sus compañeros.
Abby siguió los pasos de su amiga a un ritmo de forma más calmada. Antes de saludar a la anfitriona de la fiesta, quería observar las caras de cada uno de los alumnos del último curso del Saint Patrick’s y despedirse de ellos en silencio.
“Adiós Lauren, demuestra en la universidad de qué te ha servido ser la segunda mejor animadora del colegio”. “Hasta pronto, Samantha, que te vaya muy bien con Dylan”. “Buena suerte en el mundo exterior, Claire”.
Sienna, por su parte, no miró a nadie a su alrededor. No notó la mirada de Dean siguiendo sus pasos, ni la envidia pintada en los ojos de las ex animadoras. Solo veía frente a ella a Cindy, a la temible rubia que había resultado ser un pedazo de pan, a la chica a la que venía echando de menos desde que tuvo que dejar las clases para continuar sus estudios en el centro de recuperación para jóvenes con problemas alimenticios. Se habían visto una vez al mes desde las Navidades, cuando habían ingresado a la chica tras revelarle la verdad a Abby, pero no había sido hasta ese día que habían podido hacerlo fuera de los muros de la clínica, y es que justo el día anterior, los médicos le habían dado el alta a Cindy.
-Por fin fuera, pequeña –susurró Sienna mientras abrazaba a Cindy.
-No puedes ni imaginarte las ganas que tenía –respondió esta también entre susurros.
-¿Crees que puedes hacer frente a la noche? –le preguntó la española.
La otra joven asintió con un leve movimiento de cabeza.
-Sí, estoy segura. Todo irá bien mientras que…
No hizo falta que terminara la frase. Sienna sabía bien a qué se refería.
Todo iría bien mientras que Dean mantuviera las distancias, algo que las dos sospechaban que no iba a suceder ni en esa fiesta ni ningún otro día.