-¡Menudo bombón
había ahí fuera! –silbó uno de los muchachos conforme se desnudaba, se
enrollaba en una diminuta toalla y se metía bajo la ducha-. No es la novia de
ninguno, ¿verdad?
-¿Novia? Yo no
gasto de eso –respondió Dean, entre carcajadas.
Un par de
chicos más soltaron bravuconadas similares mientras dejaban que el agua de la
ducha les recorriera la piel. Alguno de ellos, como Dean, porque no creía en el
amor. Otros, por hacerse los gallitos y conectar con sus nuevos compañeros.
-Bueno, estar
en pareja tampoco es lo mío, pero por esa preciosidad cambiaría de idea –apuntó
el primero en hablar-. Por cierto, mi nombre es Alec y vengo de Philadelphia.
Dean cerró el
grifo antes de volverse a su compañero de ducha y darle la mano.
-Dean Thompson
–a su entender, no necesitaba más presentación.
Pese a haber
estado fatal en esa sesión de entrenamiento, era un campeón, un ídolo, y estaba
convencido de que todos los chicos del equipo habían oído hablar de él. Además,
tener un padre rico e influyente suponía tener las puertas abiertas a todo en
esta vida, por lo que sin duda debían de haberlo visto más de una vez en televisión.
-Encantado, tío
–contestó Alec, mientras se estrechaban las manos-. Por cierto, pasa de lo que
te diga el mister; no has estado tan
mal en el entrenamiento.
Dean había
comenzado a salir de la ducha cuando el desconocido formuló sus últimas
palabras, por lo que nadie fue testigo de la cara de asombro que se le quedó.
¿Estaba de coña o qué? Había hecho la peor práctica de su vida y lo sabía. Si
el tal Alec pensaba lo contrario, o bien sabía muy poco de fútbol (cosa que
dudaba porque lo había visto moverse por el terreno de juego como una reina por
un tablero de ajedrez vación) o bien estaba siendo condescendiente con él.
Se mordió la
lengua antes de responder nada, puesto que su mañana ya había comenzado
bastante mal como para terminar de bordarla con una pelea en el vestuario, pero
se la guardó para otro momento. En el siguiente entrenamiento, iba a
demostrarle que era el mejor jugador de fútbol de todo el equipo. No debería
costarle mucho trabajo; siempre lo había sido sin el menor esfuerzo.
Aún en las duchas,
Alec continuaba hablando de la chica que había visto en las gradas.
-Mientras
entraba a los vestuarios, me ha parecido verla saludar al señor Alpert. ¿Quién
creéis que será? ¿Su mujer? ¿Su hija? ¿Su hermana?
-Estaba
buenísima –intervino otro de los deportistas-, y el mister no es muy agraciado
físicamente que digamos, así que dudo mucho que exista ningún parentesco entre
ellos.
Prácticamente
todo el equipo se rió al mismo tiempo.
-Igual es su
amante –comentó el mismo-. ¿Creéis que un entrenador de fútbol universitario
gana lo suficiente como para que una chica como esa salga con él?
-Ni idea, tío
–escuchó a Alec hablar de nuevo-. Sea como sea… ¡no veáis cómo lo envidio!
Dean había
terminado de vestirse mientras que el resto de jóvenes seguía charlando en la
ducha sin mostrar ninguna intención de salir a arreglarse. Unos meses antes, él
mismo había sido así, encerrado en los vestuarios con su equipo durante casi
una hora, hablando sin parar. Ahora, en cambio, no se sentía cómodo. Esos
muchachos no eran más que desconocidos, rivales a batir. Se emparejó el pelo
con los dedos sin mirarse siquiera en el espejo, agarró su bolsa de deporte y
salió del vestuario.
Se encontraba
casi en la calle cuando escuchó una voz severa tras él.
-Lo sabía. El
último en llegar y el primero en irse.
El joven se
volvió hacia el lugar del que procedían aquellas palabras, mandíbula apretada y
ojos brillantes de rabia. Sabía que era el entrenador y que le debía respeto,
pero le había caído mal desde el primer momento y no podía evitar morirse de
ganas de darle un puñetazo.
Para su
sorpresa, el hombre no se encontraba solo. Apoyada contra un pilar mostrando
sus larguísimas y cuidadas piernas que asomaban bajo una diminuta minifalda
vaquera, sus ojos se toparon con los de Taylor.
* * * * *
-¿Ta…Taylor? –por primera vez en mucho tiempo,
tartamudeó.
De pequeño,
cuando su madre aún vivía y todavía llevaba una infancia normal, había estado
asistiendo a sus citas semanales con el logopeda durante más de un año para
aprender a pronunciar bien todas las letras y dejar de tartamudear. Le costó
bastante, pero en ningún momento dejó de esforzarse por librarse de esos
temblores de voz que le impedían hablar con normalidad, y es que, de entre
todas las cosas del mundo, la que más odiaba era tartamudear.
Por eso, cuando
notó que las fuerzas le fallaron y no se logró controlar, detestó la situación
mucho más.
La rubia,
sonriente como una niña a la que acababan de regalarle la muñeca que tanto
deseaba, le lanzó un saludo silencioso que no pasó desapercibido a su padre.
-¿Os conocéis?
–su tono de voz sonó tan serio como durante el entrenamiento, quizá incluso un
poco más.
Dean supo de
inmediato por qué. El señor Alpert no permitiría que nadie se acercara a su
niña. No le hacía falta confirmación ninguna por parte del hombre. Por la forma
en que la miraba, era más que evidente que Taylor era su hija.
-Se podría
decir que sí –respondió él, sin saber muy bien cómo salir del paso.
-No seas
mentiroso, Dean –comentó la muchacha, con su sonrisa pícara de nuevo en los
labios-. Nos conocemos mucho más que eso. Es más, yo diría que nos conocemos en
profundidad, ¿no crees?
Le guiñó un ojo
nada más terminar de hablar.
Un par de
chicos del equipo salieron del vestuario en ese momento y contemplaron atentos
la escena.
El padre,
atento, intentó leer más allá de las palabras de la chica, aunque no supo con
seguridad que había querido insinuar. Eso sí, por la forma en que su princesita
miraba a aquel deportista prepotente y trasnochador, no se trataba de nada
bueno, eso seguro.
De pronto, una
bombilla se encendió en su mente. En ningún momento se le había ocurrido pensar
eso, pero… ¿era acaso tan descabellado considerar algo así?
-¿Dónde pasaste
la noche, cariño? –preguntó, lanzándole una mirada sombría.
La rubia no
perdió la calma ni un segundo, por lo que Dean creyó que iba a desvelarle la
verdad. Por detrás del entrenador, que le había dado la espalda unos instantes,
hizo señas a la chica para que mantuviera el secreto. Ella parpadeó un par de
veces a la par que se mordía el labio inferior de forma provocadora y por fin
habló.
-Ya te lo he
dicho, papá. Pasé la noche en casa de Sandy. Fuimos a la fiesta de bienvenida
de la universidad, bailamos un rato y nos fuimos a la cama.
El deportista
pensó que había sido bastante sincera. Si cambiaba el nombre de la tal Sandy
por el suyo, daría en el clavo con todo.
-¿Estás segura
de que solo hiciste eso? –inquirió el padre.
-Claro que sí,
papá –se quejó ella, un poco harta de su insistencia.
No mentía en
los hechos, solo en el nombre de su compañía, pero el hombre no había
preguntado por quién sino por qué, ¿no?
-Deberías
confiar más en mí. Ya no soy una niña –continuó replicando.
“Ni que lo
digas”, pensó Dean para sus adentros mientras recordaba algunos momentos
aislados de la noche anterior.
Decidió que ese
momento de discusión familiar era su mejor opción de huida, por lo que se
despidió con un par de palabras de padre e hija y se dispuso a marcharse de
allí de regreso a casa. Necesitaba una buena siesta antes de hacer nada más. De
lo contrario, esa resaca lo iba a matar.
-¡Dean! –gritó
la joven.
El chico frenó
en seco y se giró a ver qué quería.
-¿Sigue en pie
la propuesta de comer juntos?
El muchacho
quiso decir la verdad, que no, que no quería volver a verla durante algún
tiempo. Por mucho que le hubiera guardado el secreto y hubiera mentido por él a
su padre, no eran pareja. No eran novios ni nunca lo serían. Tenía que darse
cuenta de ellos cuanto antes mejor; no pretendía hacerle daño.
Sin embargo, la
mirada atenta del entrenador, controlándole hasta en el más mínimo gesto, lo
amenazó. Si decía que no… ¿contaría la chica que habían pasado la noche juntos?
¿Y cuál sería la reacción del hombre? Su mirada señalaba que no tendría ningún
problema con echarlo del equipo y, por más que se hubiera preocupado bien poco
por presentarse en la primera ronda de práctica en condiciones óptimas, no
podía permitir que eso ocurriera. El deporte era lo único que de verdad le
importaba.
-Claro que sí,
aunque preferiría cambiarlo a una cena. Tengo algunas cosas pendientes y no
quiero hacerte esperar. ¿Qué tal a las nueve? –la joven asintió-. ¿Nos vemos al
pie de las escaleras de Times Square?
-Genial –sonrió
ella, consciente de que había logrado salirse con la suya.
Mientras el
chico retomaba el camino y desaparecía de su campo de visión perdiéndose en la
lejanía, el señor Alpert no le quitó el ojo de encima. Cuando por fin dejó de
verlo, se volvió a la chica y, con un dedo amenazador en alto, la previno.
-Ten cuidado
con ese Dean; me ha bastado un solo día para ver que es un buen pieza.
-¡Deja de ser
tan protector conmigo, papá! Créeme, sé cuidar muy bien de mí misma.
Tenía razón.
Tras el jueguecito con su padre y el deportista, tenía en bandeja de oro volver
a ver a Dean tantas veces como quisiera. También a ella le habían bastado unas
horas para calar al chico y sabía que si había aceptado quedar esa noche con
ella era para no molestar al entrenador.
A partir de ese
momento, Dean no podría dejarla tirada e irse con cualquier otra chica puesto
que, si el padre de Taylor se enterara, las consecuencias de esa traición
serían terribles. La rubia era más que consciente de ello, lo que la complacía.
No estaba enamorada de él, ni mucho menos, pero la forma de ser del joven le
había atraído casi tanto como su físico. Quería seguir conociéndolo y esa era
la única manera de poder hacerlo.
Como a ella le
gustaba, tenía las riendas del juego.
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