sábado, 8 de enero de 2011

Capítulo 42

Le prometió que volvería. Se despidió de ella con un abrazo fuerte y un beso en la mejilla.
-Adiós, modelo –sonrió, como tantas otras veces antes de echar a caminar lejos de ellos en el aeropuerto.
Le prometió que volvería, que en pocos días estarían juntos y cenarían fuera para celebrarlo. Sienna la creyó. Su madre nunca antes le había fallado. Sin embargo, esa vez se lo prometió pero se marchó y nunca más volvió.
A la hora de la cena, su silla permanecía vacía, quedaba el hueco de su plato y faltaban sus palabras y su risa. A la hora de dormir, su marido la llamaba entre sollozos, pero ella no estaba. Sienna quería creer que ella les cuidada para que nadie se les acercara en la oscura noche a hacerles daño. Sus sábanas olían a ella, a su dulce aroma a vainilla. Lo decía él, el hombre que más la había querido del mundo, el hombre que hubiera dado su vida por ella. Sienna le creía porque, cada día, cuando se levantaba y veía la cama de sus padres revuelta, desemparejada, sentía un nudo en la garganta, por estar en su dormitorio, su santuario, sin estar ella…
Muchas veces, si su padre no estaba, se dejaba caer en el lecho y rompía a llorar. Lloraba porque no habían podido despedirse, porque la echaba de menos. Todo la hacía pensar en su madre, su mejor amiga. En esas ocasiones, mientras las lágrimas recorrían su rostro y caían sobre las sábanas frías, pensaba cuanto desearía saber qué le había pasado. Su padre no se lo quería contar y esa incertidumbre la ahogaba, le provocaba un dolor insuperable. ¡Si al menos supiera la verdad!
Otros días, cuando papá le insistía para que saliera con sus amigas, ella lograba alejarse de la casa. Le mentía. Decía que estaría con ellas en el paseo marítimo, o viendo tiendas. En realidad, esas tardes tristes se dirigía al cementerio. Paseaba entre las lápidas, contemplando aquellos rostros gélidos atrapados en un segundo. Algunos sonrientes, otros más serios. Rostros que no tenían una segunda oportunidad, que se habían marchado para siempre. Los observaba atenta, con respeto, aunque atemorizada por la posibilidad de hallar en cualquier momento la foto de su madre. Miraba las tumbas más recientes, aún sin lápida, sólo con el cemento con que las taparon ese mismo día. Un nombre y una fecha escritos en su superficie. Nombres y fechas que para ella no significaban nada pero que para otras personas eran un mundo.
Si, la echaba de menos, pero sospechaba que no volvería. Su padre no la haría pasar por todo eso si su madre no hubiera muerto. La añoraba y le costaba seguir adelante.
Aquellos meses se sintió muy sola. No quería confesarse a nadie, ni siquiera a Merche, ya que no quería agobiar a los demás. Merche era su amiga y la quería, pero no la comprendía. La escuchaba, la consolaba… y al caer la noche volvía a casa, con su padre y con su madre. ¡Cuánto la envidiaba! Sus demás amigas suponían que ya debía estar bien y no disfrutaba de su compañía ya que pasaba el tiempo aparentando. Tampoco podía hablar con su padre, puesto que éste ya estaba bastante mal pese a disimularlo cuando sabía que ella lo veía y le escuchaba.
Cada noche, al acostarse, se acordaba de ella y de todos los momentos que pasaron juntas, de lo mucho que la quería y de todo lo que la quería su madre y no podía dormir. Le dolía el corazón.
                                                  * * * * *
El teléfono comenzó a sonar. La pareja mayor que desayunaba a su lado la miró, apremiante. El sonido ascendente la alejó de sus pensamientos y de sus recuerdos. Hacia tiempo que no pensaba en su madre, por lo que todo el dolor la había atacado de súbito, por sorpresa.
En la pantalla, aparecieron unas letras formando el nombre de Matthew.
-¿Sí? –preguntó, aún un poco perdida.
-¿Dónde estás? –escuchó al otro lado de la línea.
-¡Donde va a ser! En la cafetería donde hemos quedado. ¿Dónde estás tú?
-Sal a la calle.
Echó el móvil en el bolso y dio un último bocado a su donut de chocolate. Dejó un trocito muy pequeño en el plato. Agarró su vaso de leche caliente y, tras dirigir una sonrisa a la chica que la atendió nada más llegar, abandonó el local.
Frente a ella, el edificio de las Naciones Unidas se elevaba en el cielo, custodiado por las ondeantes banderas de distintos países. En los cristales de las ventanas, opacos, se reflejaban las nubes y el cielo. Detrás del edificio, el río Hudson.
Un coche pitó. Sienna buscó el vehículo con la mirada. En la esquina de la calle, se abrió una puerta oscura. Unos pies pisaron el suelo.
Caminó hacia allí para descubrir al dueño de esos pies.
-¡Buenos días! Perdona que te haya hecho esperar.
-No pasa nada –respondió ella.
-¿Qué seria estás hoy, no? –inquirió Matthew, con los ojos ocultos por sus enormes gafas de sol.
No supo como contestar. ¿Podría él comprender cuanto deseaba poder estar con su madre o la consideraría una niña?
-No te preocupes, sólo estoy un poco cansada –ocultó sus verdaderos sentimientos-. ¿Y la cámara?
-Está aquí –el chico señaló el interior del vehículo en que había llegado.
Sienna se asomó por la puerta. Dentro, un hombre cargaba unos bultos. Sobre sus rodillas reposaba una cámara grande, profesional. El hombre, vestido con unos vaqueros desgastados y una camisa a cuadros muy juvenil, la saludó con un gesto de cabeza y una enorme sonrisa.
La chica sacó la cabeza del interior del automóvil y clavó la mirada en Matthew.
-¿Y esto?
-¿Esto? Es un cámara –comentó, risueño.
-¡Sé que es un cámara! –Sienna rió; no sabía cómo lo hacía pero él siempre conseguía hacerla reír-. ¿Pero qué hace aquí?
-Va a grabar nuestro proyecto.
-Hasta ahí llego… Lo que no entiendo es por qué.
-Bueno… digamos que alguien me debía un favor –fue la única respuesta que recibió.

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