domingo, 2 de enero de 2011

Capítulo 39

El sonido del timbre la asustó. Había estado tan entretenida con la redacción que no se había dado cuenta de que ya era la hora acordada para la sesión de lectura.
-¡Hola Matthew! –le dio dos besos en cuanto tuvo al chico en el interior del apartamento.
El joven parecía cansado, aunque no le negó su preciosa sonrisa.
-¿Nos ponemos manos a la obra? –conforme pronunció esas palabras, se percató de las bolsas que el chico cargaba.
-Claro, cuando quieras. Pero dime primero donde dejó todo esto.
-¿Qué llevas en las bolsas? –su curiosidad resultaba evidente.
-He traído algunas cosas para la cena.
-¿Unas pizzas de Casa Tarradellas? –bromeó Sienna-. Me encanta la de jamón york, sólo que aquí no las he localizado.
-No son esas pizzas, aunque no vas muy desencaminada. He traído los ingredientes para que hagamos nuestras propias pizzas. El otro día vi que tenías una cocina preciosa e imaginé que no la habrías utilizado en muchas ocasiones, así que esta es la oportunidad de estrenarla –su voz era burlona.
El recuerdo de la comida con Dean cruzó la mente de Sienna. No dijo nada. Los chicos no parecían llevarse bien (ni siquiera se tenían agregados el uno a otro a Facebook) y no quería desencadenar una discusión o provocar una situación tensa.
-¿Se te da bien cocinar? –preguntó, con el objetivo de olvidar ese pensamiento.
-¿Bien? ¡Estás delante del mejor cocinero de Nueva York! –exclamó Matthew.
-¿Sí? ¿Qué eres, el Arguiñano americano?
-¿Quién? –pese a manejarse con soltura en español y haber pasado sus vacaciones en España, sus conocimientos de la cultura española no llegaban tan lejos.
-Nada, déjalo. Vamos a la cocina, que las bolsas tienen que pesar.
Matthew dejó las bolsas en la isleta de la cocina y comenzó a sacar cosas de su interior: masa congelada para pizzas, queso, jamón york, bacon, atún…
-¿Leemos ya o preparamos la cena primero? –consultó.
-Por mí podemos hacer las pizzas y mientras están en el horno echamos un vistazo al libro. En cenar seguimos leyendo.
-Como usted quiera, señorita Sybil –respondió a la vez que agitaba levemente la cabeza.
-¡Deja de llamarme Sybil, tonto, o yo empezaré a llamarte Dorian Grey! –Sienna empujó sin fuerza a Matthew, quien exageró el golpe y aulló de dolor-. ¡No te pases, que no ha sido para tanto!
Los dos se echaron a reír.
Comenzaron a preparar la cena. Mientras el horno se calentaba, los dos corrían de un lado a otro de la cocina cogiendo ingredientes. Como si de una competición se tratase, intentaban robarle el queso al otro cuando éste lo necesitaba o se echaban más de la cuenta sólo para fastidiarse entre sí.
Matthew agarró el bacon y levantó los brazos en alto para que Sienna no alcanzara.
-¡Dámelo! –ya estaban alborotados, por lo que los gritos iban subiendo de tonos.
-¡Tendrás que ganártelo!
-¡Déjame el bacon! –volvió a chillar ella.
-¡Cógelo, cógelo, cógelo! –continuó él con el juego.
A Sienna le dolía la tripa de tanto reír y creía que en cualquier momento no podría respirar. Además, estaba agotada de saltar y corretear sin parar. Matthew se dio cuenta de esto y se calmó un poco.
-Venga, toma –bajó los brazos.
En el mismo momento en que ella echó mano al paquete de bacon, él volvió a subir los brazos.
-Todavía no te lo has ganado –añadió, entre risas.
Sienna le miró con cara de enfado. El chico era un hueso de roer y, aunque no era mucho más alto que ella, le impedía llegar a la carne.
-Vale, pues no quiero –gruñó.
Comenzó a girarse, como si fuera a coger otra cosa. En cuanto el chico se despistó, ella se tornó de nuevo hacia él y empezó a hacerle cosquillas.
Matthew no podía parar de reír.
-¡He encontrado tu punto débil! –comentó Sienna, triunfante.
-¡Me rindo, me rindo! Toma el bacon, toma lo que quieras –sollozó, entre risas y lágrimas, Matthew.
Tras ese momento, los dos se tranquilizaron un poco y continuaron cocinando. Poco después sacaron unas humeantes pizzas del horno. El aroma resultaba tentador y auguraba una deliciosa cena.
Se las comieron en la isleta de la cocina, donde minutos antes habían añadido cada ingrediente. Pese a que estaba sucia y salpicada de queso, no les importó. Lo habían causado todo ellos en un momento de felicidad y eso confería al entorno una magia especial.
No habían dejado de hablar desde que entraran a la cocina, por lo que no agarraron los libros de Oscar Wilde hasta un buen rato después, cuando ya comenzaban a hacer la digestión.
Matthew había conseguido alcanzarla en el libro, así que leyeron un poco más. Les quedaban apenas treinta páginas cuando él interrumpió la lectura para anunciar que debía marcharse.
-¿Lo terminamos por separado? –preguntó ella en la puerta al ir a despedirse de él.
-Vale. Me encanta leer y cocinar contigo aunque no se te de también como a mí –se mofó el joven-, pero si no seguimos con la historia hasta el jueves se nos va a echar el tiempo encima ara hacer el trabajo.
-Sí, tienes razón –aceptó, un poco triste de verse privada de la compañía del cantante hasta quién sabía cuándo.
-El jueves puedo ir antes de clase y hablamos sobre el proyecto en el recreo, ¿qué te parece?
-Genial –sonrió Sienna-. Nos vemos entonces. Y muchas gracias por la cena. Me lo he pasado muy bien.
-Yo también –le correspondió Matthew-. Tenemos que repetirla pronto. ¡Adiós!
Cerró la puerta tras de sí y se perdió en el largo pasillo del edificio. Sienna lo observó por la mirilla hasta que el joven desapareció en el ascensor.
Al día siguiente comenzaría a entrenar con las animadoras y descubriría que el baile y las piruetas le encantaban, la pirámide y las actividades de fuerza no eran lo suyo. Llegaría a casa y lloraría al sentirse derrotada, inútil para el equipo, una carga.
Pero hasta entonces, podía degustar esa cena, y no sólo por las pizzas. Hasta entonces seguiría con su sonrisa en los labios y la imagen de Matthew, feliz y risueño, sólo para ella.

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