-Entrenador Alpert, le prometo que me he
esforzado muchísimo en el entrenamiento de hoy, pero tengo un terrible dolor de
cabeza y no he podido concentrarme en el balón más de dos minutos seguidos.
El imponente hombre lo contempló
fijamente sin mediar palabra, aunque la frialdad de sus ojos hizo innecesario
cualquier intercambio verbal.
No obstante, pasados unos minutos, habló
al fin.
-Claro, ¿cómo no va a dolerte la cabeza
si te pasas todas las noches de fiesta?
La acusación y el hecho de que en cierto
modo fuera real le hirieron en lo más hondo.
-Pero señor, se equivoca, no he estado de
fiesta. Yo…
-¿No has estado de fiesta? ¿Entonces
dónde narices ha estado mi hija desde que salió de casa ayer por la tarde hasta
que ha vuelto a casa a las seis de la mañana?
Un gélido silencio invadió el pasillo
hacia los vestuarios. A lo lejos, sus compañeros de equipo, que habían reducido
la velocidad con la que se encaminaban a las duchas, susurraron y estiraron el
cuello para ver mejor la cara del antiguo alumno del St. Patrick’s.
-No es lo que cree, señor… –intentó
excusarse Dean antes de ser interrumpido por el enérgico movimiento del
entrenador.
-Me da igual lo que sea –alargó la mano
derecha en el aire y la apoyó en el pecho del muchacho-. Prefiero no saber qué
tejemanejes llevas con Taylor. En lo referente a mi hija, la ignorancia es la
base de la felicidad, así que ahórrate las explicaciones. Sin embargo, no puedo
pasar por alto tu bajo rendimiento deportivo en los entrenamientos, por lo que
he tomado la decisión de que no juegues como titular en el próximo partido.
El chico recibió la noticia como una
bomba que acababa de explotar.
-¡Señor! –exclamó, indignado.
Nunca antes había tenido que observar el
partido desde el banquillo y mucho menos desde la grada, como tenía la
impresión que le tocaría hacer en el primer partido de la temporada
universitaria.
-A la ducha, señor Thompson –espetó, muy
serio, el entrenador Alpert.
Cuando Dean abrió la boca para rechistar,
el hombre giró sobre sí mismo y se marchó de allí, sin dar la posibilidad a su
pupilo de quejarse.
El deportista se quedó plantado en el
corredor, con la sorpresa aún visible en su rostro y los pies pegados al suelo,
desconectados del resto de su cuerpo. Quiso gritar, chillar e insultar al padre
de su amiga, a sus compañeros y al equipo entero. Sintió unos deseos
irreprimibles de golpear la pared con la fuerza de un huracán y de tirar de un
manotazo las bandejas de pelotas que se amontonaban a ambos lados. No estaba
molesto, sino mucho más que eso. Enfadado, furioso, desesperado. No obstante,
no hizo nada, más consciente que nunca de que su vida perfecta había llegado al
fin y de que había entrado por primera vez en la vida real.
Se mordió el labio para contener la rabia
hasta que notó el sabor de la sangre. Entonces, con los dientes teñidos de
rojo, apretó el puño con fuerza y echó a andar hacia el vestuario.
A diferencia de lo que por regla general
ocurría en las duchas del instituto cuando el capitán del equipo entraba en
ellas, sus compañeros no corearon a viva voz su nombre, ni salieron a
estrecharle la mano conforme él apareció bajo el umbral del portal. Sus ojos se
encontraban perdidos en las manchas de tierra que habían quedado en el suelo
tras la entrada de los demás muchachos, por lo que no percibió los intercambios
de miradas de estos cuando lo vieron llegar. Lo que sí llegó a sus oídos,
mientras se quitaba la camiseta y la tiraba impetuosamente contra el banquillo,
fue un desafortunado comentario.
-Ese tío es un pena. Si no se tirara a la
hija del entrenador, no estaría en el equipo.
Esas palabras fueron la gota que colmó el
pequeño vaso de paciencia de Dean.
Con el torso desnudo y empapado de sudor
y un fino hilillo de sangre escapándose entre sus labios, se volvió hacia el
lugar del que había surgido aquella voz, donde se encontró con cuatro fornidos
chicos que cogían las toallas de sus bolsas de deporte sin prestarle en
apariencia atención alguna.
-¿Qué habéis dicho? –preguntó una voz
dura y furiosa que le costó reconocer como la suya.
Los cuatro muchachos levantaron la cabeza
al mismo tiempo.
Ninguno respondió.
-¿No me habéis oído? ¡Acabo de preguntar
qué narices habéis dicho!
Uno de ellos, el más bajito y espigado,
se atrevió a contestarle.
-Nada, tío.
A pesar de mantenerse calmado e intentar
mostrar seriedad, una sonrisa traviesa flotó en sus labios durante una breve
fracción de segundo.
-¿Me dejas por tonto? –el tono de la
conversación iba subiendo cada vez más y el fuego que ardía en los ojos de Dean
demostraba que lo peor estaba aún por llegar.
-No, en serio. No hemos dicho nada
–intervino el mismo otra vez.
Puesto que ninguno de sus tres compañeros
decía nada, Dean la tomó contra este. Haciendo uso de la fuerza de toro bravo
que le había faltado en el entrenamiento, embistió contra el joven con fuerza y
lo empotró contra la pared que había tras él.
Los murmullos que habían sonado por el
vestuario unos minutos antes se acallaron por completo. Aquellos jugadores que
estaban más cerca del agredido se echaron a un lado para esquivar un posible
golpe perdido, mientras que los que quedaban junto Dean contemplaban anonadados
el tremendo enfado de su compañero.
-¡Ten valor de decirme a la cara lo que
estabas murmurando, imbécil! –lo amenazó rozándole la mejilla con el puño
cerrado mientras las venas del brazo se hinchaban bajo la piel.
El otro chico, impresionado por la
situación, temió que Dean le soltara un puñetazo.
-¡Joder, tío, era coña! –respondió-. Solo
he dicho que estar con la hija del entrenador te beneficia, nada más, pero no
lo decía en serio. ¡Solo era una broma!
Su enfurecido rival volvió a empujarlo
contra la pared. El muchacho no logró retener un quejido al notar cómo su
cabeza chocaba contra el muro.
-¿Una broma? ¿Qué mierda de broma es esa?
La mano izquierda apretaba el cuello de
su compañero de equipo con tanta fuerza que pronto este comenzó a enrojecer y a
respirar con dificultad.
-Para, por favor –suplicó.
-Discúlpate -exigió Dean.
El otro chico tomó aire como pudo y
comenzó a excusarse.
-Lo siento –la última sílaba apenas pudo
escucharse debido a la falta de aire-. Lo…
Al sentirse al mando, el antiguo alumno
del St. Patrick’s notó cómo comenzaba a relajarse. Aflojó un poco la presión de
su mano y separó el puño de la cara del chico, mirándole todavía de manera
desafiante. Antes de dejarlo marchar, sin embargo, lo empujó una última vez
contra la pared. El sonido del choque resonó en el silencio del vestuario.
-Cuida tu boca o me obligarás a
partírtela –amenazó, convencido de haber ganado aquella partida.
Estaba furioso. Furioso con Taylor por
distraerlo. Con el entrenador por machacarlo y negarle la oportunidad de jugar
el primer partido. Con sus compañeros por burlarse de él. Furioso con todo y
con todos. Lo único que logró tranquilizarlo en ese momento fue comprobar que
podía seguir imponiéndose a la fuerza a los demás si se lo proponía. Por poco
que fuera, algo no había cambiado.
-¡Eh, tíos, pero qué pasa! –alguien le
puso la mano en el hombro con intención de sosegarlo y separarlo del otro
futbolista que, indefenso, continuaba mirándole a los ojos con el rostro un
poco girado como si esperara recibir un puñetazo.
Aquella voz agradable y calmada crispó
los nervios ya destrozados de Dean. Resopló malhumorado pensando que su mala
suerte no había terminado. Y es que, de todas las personas que podían haber
intervenido en aquella pelea, había tenido que ser el sabiondo de Alec, el
mismo que se le presentó el primer día y tuvo el descaro de decirle que no
había jugado “tan” mal.
-Métete en tus asuntos –espetó conforme
se giraba hacia el recién aparecido y apartaba su mano de un empujón.
Alec, cubierto con la toalla y los pies
descalzos marcando sus dedos en el suelo, no se amedrentó.
-Relájate, colega, que no es para tanto.
Si hubieras venido ayer a tomarte esas cervezas con nosotras sabrías que Eric
es un cachondo y que le gusta bromear. No ha dicho nada con intención de
molestarte y aún así se ha disculpado. Vamos a dejarlo aquí, ¿no? Además, somos
un equipo. Tenemos que estar unidos y no enfrentarnos los unos a los otros por
tonterías.
-¿Y a ti quién te ha dado vela en este
entierro? –lo cortó de inmediato.
-Nadie –se apresuró a contestar su
compañero-, pero como capitán del equipo me siento en la obligación moral de…
Dean no escuchó el resto de la frase. En
cuanto escuchó la palabra “capitán”, su cerebro se desconectó de la
conversación. ¿Capitán? ¿Ese idiota era el capitán, el líder del equipo?
Esa fue la gota que colmó el vaso.
-¡Déjame en paz! –estalló, empujándolo
con tanta fuerza como poco antes había hecho con el otro chico.
No obstante, en esta ocasión no obtuvo
buenos resultados. Frente a él, Alec permanecía inamovible y sin rastro alguno
de temor en la mirada.
-Dean… -intentó frenarlo una vez más.
-¡Que me dejes! –gritó, echándole la mano
al hombro con la intención de apartarlo.
Al no conseguirlo, Alec le agarró la
mano, dispuesto a aguantar lo que hiciera falta. Los dos jóvenes forcejearon
hasta que Dean comprendió que su rival le igualaba en fuerza. No conseguiría
nada en un enfrentamiento directo, por lo que la única forma de zafarse de él,
poder coger su mochila y marcharse de una vez por todas de aquel maldito
vestuario era cogiéndolo desprevenido.
Sin pensar demasiado, empleó el único
factor sorpresa que se le ocurrió.
Allí, en medio de la sala y rodeado de
testigos, le pegó un puñetazo en plena cara.
No sabia que habías subidoooooooooo! ^^
ResponderEliminarMe alegra muchísimo de verdad:) Y este capítulo de Dean me encanta, porque, en general, la forma de ser de Dean me vuelve loca y me parece que es un chico parecido a... ¿Chuck el de Gossip Girl? Y esos chicos son increibles.
Voy a leerme el capitulo 40 ahora :)