-¡Fuera de aquí! ¡Largo!
Los gritos del entrenador Alpert retumbaron en
las gradas vacías del estadio.
Dean no se hizo de rogar. Impulsado por una
rabia mayor a la que nunca había sentido, cogió de un tirón su bolsa de deporte
y se largó del vestuario donde su entrenador, rojo como un tomate, le avisaba,
a pleno pulmón, de que estaba expulsado del equipo.
-Expulsado temporalmente –se dijo Dean a sí
mismo, en un susurro, para intentar calmarse.
Temporalmente no podía ser mucho. Tal vez un
partido. O dos. Máximo tres. No más. Ese equipo no llegaría muy lejos sin él.
Estaba convencido. No había mostrado sus mejores bazas en las sesiones de
práctica previa, pero lo haría en cuanto aquel idiota le diera la oportunidad.
Aunque, para eso, necesitaba librarse de Taylor.
Las largas piernas desnudas de la chica
aparecieron en su mente como un flash, seguidas de su melena rubia y de su
amplia sonrisa de dientes blancos.
-¡No, no, no, Dean! ¡No! –gruñó, sin importarle
estar fuera del edificio, expuesto a que pudieran verlo hablando solo.
Se dirigió hacia la parte trasera del estadio,
donde tenía aparcado el coche.
Mientras se esforzaba por borrar la visión de
Taylor en su cuarto e intentaba mantener la cabeza fría en ese momento de
tensión, pasó de largo frente a un grupito de chicos que, sentados en los
peldaños que daban acceso al fondo norte, fumaban.
De tan enfadado como estaba, no se percató del
extraño olor que había invadido el ambiente hasta que escuchó un silbido.
-¡Eh, tío! –le llamó alguien a continuación.
El deportista se disponía a pasar de largo,
pero el joven insistió.
-¡Acércate un momento, colega!
-Dean –oyó a uno de los chavales decir-. Me ha
parecido oírle decir que se llamaba Dean.
El neoyorquino maldijo entre dientes a aquellos
metomentodos. No se acercó a ellos, pero sí dejó de caminar, lo que dio la
oportunidad al que le había llamado en primer lugar a acercársele.
El chico, en apariencia no más de un par de
años mayor que él, vestía unos pantalones vaqueros demasiado anchos que dejaban
entrever su ropa interior vieja y descolorida. Llevaba el pelo largo, peinado
en rastas, sobre las que había colocado pequeñas gomas de colores y algo que
parecían ser anillos de plata.
-Amigo, ¿quieres hierba?
La camiseta que llevaba, gris con una hoja de
marihuana pintada con los colores de la bandera jamaicana, no dejaba lugar a
dudas de qué tipo de hierba le estaba ofreciendo.
-Paso –contestó Dean, dispuesto a continuar
caminando.
No obstante, el otro muchacho no se apartó de
en medio.
-Es muy barata y te va a ayudar a quitarte de
encima ese mosqueo de mil demonios que llevas.
-No –respondió de nuevo, tajante.
Bastaron esas dos letras pronunciadas con
toda la furia que sentía para que el tipo de las rastas se echara a un lado y
lo dejara marchar sin decir nada más.
No tardó demasiado en llegar al coche. A
diferencia de otras veces, no lo abrió hasta estar a dos pasos de distancia.
Ese grupo de chavales que le habían ofrecido hierba no le daban buenas
vibraciones y, aunque estaba acostumbrado a defenderse y salir triunfante de
cualquier embrollo, quedaba claro que aquel no era su día.
Arrancó el vehículo sin apenas darse cuenta,
cegado por la rabia. Condujo a casa a mucha más velocidad de la que permitían
las señales que salían a su paso, pero no le importaba. Si llegaba una multa,
ya la pagaría. De algo tenía que servir ser rico, ¿no?
Las palabras del entrenador seguían dando
vueltas por su cabeza. Expulsado temporalmente hasta que recapacitara y
decidiera entregarse en cuerpo y alma al entrenamiento. Y además de eso,
servicios a la comunidad.
¿Pero ese tío estaba loco o qué? No pensaba
mancharse las manos limpiando graffitis, recogiendo basura o limpiando culos de
ancianos. Si pensaba lo contrario, las llevaba claras.
Como si de un sueño se tratara, de pronto se
encontró en casa. No recordaba nada de gran parte del trayecto. Metió el coche
en el garaje, lo cerró y salió a la calle. Necesitaba que le diera un poco el
aire.
Permaneció ahí, en la puerta de su casa, unos
minutos fumando un cigarro. La vida en Nueva York, incansable, seguía sin
preocuparse por él.
Comenzó a chispear cuando terminaba el cigarro.
Lo tiró al suelo, pisó la colilla y abrió la puerta de entrada. En el recibidor,
regalándole una sonrisa sincera, le esperaba su madre. Dean miró la foto y
sintió ganas de llorar como no las había sentido en mucho tiempo, desde
aquellos días en que la vio apagarse poco a poco hasta desaparecer de repente
sin dejar más que viejas fotos.
Acababa de cerrar la puerta cuando alguien tocó
el timbre.
-¿Quién demonios es ahora? –rugió, enfadado.
Necesitaba un rato a solas, tranquilidad para
reflexionar y apaciguarse. Fuera quien fuera que le visitaba a esas horas se
iba a llevar una buena bronca.
Abrió sin usar la mirilla. Frente a él, para
desgracia de la chica, estaba aquella a quien consideraba la culpable de todos
sus males. Taylor.
-¿Qué quieres ahora? –le chilló, descontrolado.
La muchacha, que había aparecido con una enorme
sonrisa en el portal de su casa, se echó atrás asustada. Sus labios se tensaron
y la sonrisa desapareció. Dean reconoció un sentimiento en ella. Miedo.
-Yo… solo venía a ver qué tal el entrenamiento.
Conforme dijo aquella palabra, supo que había
dado de pleno en la causa de aquel enfado descomunal en el atractivo chico.
-¿Entrenamiento? ¿Qué entrenamiento? ¡Aquí en
esta mierda de universidad no se puede entrenar! ¡Y menos con gente tan idiota
como tu padre!
Taylor frunció el ceño. No le gustó la forma en
que Dean había hablado de su padre, pero seguía embargada por el miedo y no
sabía cuál sería la reacción del chico si lo defendía, por lo que decidió no
decir nada.
-¡Nada más que estáis ahí para dar problemas!
¡Tú y él! ¡Los dos! ¡Ya estoy harto!
El deportista descargó su puño sobre el mueble
de la entrada. La foto que había sobre él cayó al suelo y el cristal se rompió
en mil pedazos.
-Dean, tranquilo -logró decir al fin-… Todos
tenemos días malos, pero ya verás como todo se arregla.
Durante un instante, el chico se quedó quieto,
mirándola a los ojos. Después tomó la palabra de nuevo.
-¿Crees que todo se va a arreglar? –se carcajeó
unos segundos-. Nada se va a arreglar. Nada se puede arreglar.
La rubia llevó la mano a los hombros del chico
en un intento de calmarlo, pero antes de tocarlo, este se apartó.
-Lárgate, ¿quieres? No quiero verte.
Las palabras se le clavaron en el pecho como
una daga.
-Vale. Me voy. Quédate solo, lamentándote, y
seguro que así resuelves tus problemas.
Sin decir nada más ni tan siquiera volverse
para ver cómo había recibido Dean aquella declaración de intenciones, Taylor se
marchó. Tardó un poco en oír la puerta cerrarse tras ella. Al llegar a la
esquina de la calle, giró y al fin paró. Mareada, se apoyó contra la pared y
suspiró. Cuando ya se encontraba un poco mejor, sacó el teléfono móvil de su
bolso y llamó.
-¿Papá? –formuló, con su voz de niña buena-.
¿Puedes pasar a recogerme?
Había dicho que no a la marihuana que le habían
ofrecido, pero en ese momento, mientras se tomaba su cuarta copa de ron con
Coca Cola, Dean se arrepentía de no haberla cogido. Al principio el alcohol lo
había ido calmando, o al menos le había permitido olvidar, pero poco a poco
volvía a sentirse mal. Ya no estaba enfadado, sino triste. Triste y solo. Dos
sentimientos a los que no estaba acostumbrado. Dos sentimientos que creía haber
dejado atrás el día que dejó de ser un niño de mamá para convertirse en un
rompecorazones, en un líder, en el increíble Dean.
Tumbado en el sofá, con la botella de ron a un
lado y los vasos vacíos al otro, el mundo temblaba. Veía el suelo moverse bajo
sus pies, las paredes bailar de un lado a otro como si se encontrara en una
atracción de feria que no paraba. Solo que no había gritos de diversión, ni
risas. Solo angustia y soledad.
Alargó el brazo en busca de su teléfono. Le
costó un poco encontrarlo, y algo más teclear el número que deseaba, pero la
respuesta no se demoró.
-¡Ey, tío! ¿Cómo vas?
La voz de Mike, su inseparable compañero de
fatigas, le sacó una sonrisa.
-Voy a montar la mejor fiesta del mundo. Ahora
–arrastró las sílabas de cada una de las palabras como si pesaran mil kilos-.
He abierto una botella de ron y os estoy esperando. ¿Cuándo llegas?
Al otro lado del teléfono se hizo el silencio.
-Mike, tío…
-Lo siento, Dean, no puedo. Tengo que…
Enfurecido, el deportista cortó la llamada sin
escuchar el motivo. Marcó otro número, con mismo resultado. Y otro más, que
sonó durante dos interminables minutos antes de cortarse.
Sus amigos del instituto lo habían dejado de
lado. Ninguno estaba ahí cuando realmente los necesitaba.
Tambaleándose, salió al pasillo. Bajo sus pies
crujieron los añicos que habían quedado junto a la foto, que todavía se
encontraba en el suelo.
De nuevo, sintió ganas de llorar.
-No, no, no.
Dean se ahogaba. Sentía cómo le oprimía el
pecho y cómo no podía respirar.
Necesitaba aire. Mucho.
Cogió las llaves del coche del mueble del
recibidor y salió a la calle. Cerró la puerta tan solo de un golpe, sin girar
la llave ni conectar la alarma. ¿Qué más daba?
Entró al garaje y se montó en su hermoso coche,
el único que permanecía ahí, a su lado, en ese momento tan bajo. Al girar la
llave y notarlo vibrar bajo sus pies, comenzó a sentirse mejor. Salir a la
calle, bajar las ventanillas y que el viento fresco le golpeara en la cara fue
toda una bendición.
Condujo por las calles de Manhattan atestadas
de gente sin rumbo fijo. Aceleraba como un loco. Frenaba en el último instante.
Iba a tope. Solo así sentía que llevaba las riendas de su vida.
Los altos y lujosos edificios del centro de la
ciudad fueron quedando atrás y dando paso a callejuelas más estrechas y
oscuras, vacías. Le daba igual. Pensaba conducir hasta quedarse sin gasolina,
llegara hasta donde llegara. Y después volvería, como una persona nueva,
dispuesto a redimirse por aquellos terribles entrenamientos. Siendo el mejor de
nuevo.
Tan ensimismado se hallaba en sus pensamientos
que no vio, justo frente a él, al chico que cruzaba la calle por el paso de
cebra. No lo vio en la distancia, pero sí cuando estaba a pocos metros de él.
Clavó el pie en el freno y las ruedas de su vehículo chirriaron sobre la
calzada.
El joven peatón saltó hacia adelante y
desapareció de la vista del conductor. El corazón de Dean latía a mil por hora.
De repente, creyó que el efecto del alcohol se le había pasado, pues el miedo
le hizo abrir los ojos de par en par. Sin embargo, el extraño sonido que
escuchó mientras frenaba y el pequeño golpe que escuchó a continuación solo
podían ser parte del sueño en que debía estar metido, porque no podía ser que
hubiera atropellado a nadie. No podía ser.
Abrió la puerta del coche y salió a la oscura
calle con el pulso desbocado. De la otra esquina de la calle le llegaron voces
seguidas de pasos apresurados que se acercaban hasta él.
-¿Estás bien? –gritó.
La furia y el enfado de aquella tarde se habían
convertido, de pronto, en miedo.
-Sí, tío, pero por los pelos.
Aquella voz lenta y pausada, mucho más
tranquila que la suya, le resultaba muy familiar…
Dio la vuelta al coche hasta encontrarse junto
a la puerta del copiloto y entonces descubrió por qué le sonaba aquella voz.
Tumbado en el suelo y con las manos agarrándose
la cabeza, estaba el fumeta de la parte trasera del estadio.
Dean le ofreció la mano para ayudar al muchacho
a levantarse, que no tardó en hacerlo. Al ver que estaba se encontraba bien,
volvió a hablar.
-¿Cómo se te ocurre echárteme encima? ¡Podría
haberte matado!
No solo no se disculpó, sino que le acusó de
imprudente.
-¿Dices que yo me he tirado encima de tu coche?
¿Pero tú estás loco o qué? ¡Venías tan enfilado que si no llegó a saltar para
esquivar el coche, estaría aplastado bajo las ruedas!
La discusión comenzaba a subir de tono cuando
los chicos que habían salido corriendo desde la otra punta de la calle llegaron
junto a ellos. Dean no se dio cuenta hasta que notó la mano de uno tocándole el
hombro.
-Eh, tú. Mira por dónde conduces. Has estado
apunto de atropellar a mi colega.
Al girarse y encontrarse frente a tres jóvenes
de aspecto peligroso enfocó al fin la escena al completo más allá del
accidente. Estaba en el Bronx. Borracho. Con un cochazo impresionante arrancado
a su espalda y tres tíos que lo miraban desafiantes. Tenía que largarse de allí
cuanto antes.