martes, 29 de diciembre de 2015

Más allá del mar - Capítulo 33



-¡Fuera de aquí! ¡Largo!
Los gritos del entrenador Alpert retumbaron en las gradas vacías del estadio.
Dean no se hizo de rogar. Impulsado por una rabia mayor a la que nunca había sentido, cogió de un tirón su bolsa de deporte y se largó del vestuario donde su entrenador, rojo como un tomate, le avisaba, a pleno pulmón, de que estaba expulsado del equipo.
-Expulsado temporalmente –se dijo Dean a sí mismo, en un susurro, para intentar calmarse.
Temporalmente no podía ser mucho. Tal vez un partido. O dos. Máximo tres. No más. Ese equipo no llegaría muy lejos sin él. Estaba convencido. No había mostrado sus mejores bazas en las sesiones de práctica previa, pero lo haría en cuanto aquel idiota le diera la oportunidad. Aunque, para eso, necesitaba librarse de Taylor.
Las largas piernas desnudas de la chica aparecieron en su mente como un flash, seguidas de su melena rubia y de su amplia sonrisa de dientes blancos.
-¡No, no, no, Dean! ¡No! –gruñó, sin importarle estar fuera del edificio, expuesto a que pudieran verlo hablando solo.
Se dirigió hacia la parte trasera del estadio, donde tenía aparcado el coche.
Mientras se esforzaba por borrar la visión de Taylor en su cuarto e intentaba mantener la cabeza fría en ese momento de tensión, pasó de largo frente a un grupito de chicos que, sentados en los peldaños que daban acceso al fondo norte, fumaban.
De tan enfadado como estaba, no se percató del extraño olor que había invadido el ambiente hasta que escuchó un silbido.
-¡Eh, tío! –le llamó alguien a continuación.
El deportista se disponía a pasar de largo, pero el joven insistió.
-¡Acércate un momento, colega!
-Dean –oyó a uno de los chavales decir-. Me ha parecido oírle decir que se llamaba Dean.
El neoyorquino maldijo entre dientes a aquellos metomentodos. No se acercó a ellos, pero sí dejó de caminar, lo que dio la oportunidad al que le había llamado en primer lugar a acercársele.
El chico, en apariencia no más de un par de años mayor que él, vestía unos pantalones vaqueros demasiado anchos que dejaban entrever su ropa interior vieja y descolorida. Llevaba el pelo largo, peinado en rastas, sobre las que había colocado pequeñas gomas de colores y algo que parecían ser anillos de plata.
-Amigo, ¿quieres hierba?
La camiseta que llevaba, gris con una hoja de marihuana pintada con los colores de la bandera jamaicana, no dejaba lugar a dudas de qué tipo de hierba le estaba ofreciendo.
-Paso –contestó Dean, dispuesto a continuar caminando.
No obstante, el otro muchacho no se apartó de en medio.
-Es muy barata y te va a ayudar a quitarte de encima ese mosqueo de mil demonios que llevas.
-No –respondió de nuevo, tajante.
Bastaron esas dos letras pronunciadas con toda la furia que sentía para que el tipo de las rastas se echara a un lado y lo dejara marchar sin decir nada más.
No tardó demasiado en llegar al coche. A diferencia de otras veces, no lo abrió hasta estar a dos pasos de distancia. Ese grupo de chavales que le habían ofrecido hierba no le daban buenas vibraciones y, aunque estaba acostumbrado a defenderse y salir triunfante de cualquier embrollo, quedaba claro que aquel no era su día.
Arrancó el vehículo sin apenas darse cuenta, cegado por la rabia. Condujo a casa a mucha más velocidad de la que permitían las señales que salían a su paso, pero no le importaba. Si llegaba una multa, ya la pagaría. De algo tenía que servir ser rico, ¿no?
Las palabras del entrenador seguían dando vueltas por su cabeza. Expulsado temporalmente hasta que recapacitara y decidiera entregarse en cuerpo y alma al entrenamiento. Y además de eso, servicios a la comunidad.
¿Pero ese tío estaba loco o qué? No pensaba mancharse las manos limpiando graffitis, recogiendo basura o limpiando culos de ancianos. Si pensaba lo contrario, las llevaba claras.
Como si de un sueño se tratara, de pronto se encontró en casa. No recordaba nada de gran parte del trayecto. Metió el coche en el garaje, lo cerró y salió a la calle. Necesitaba que le diera un poco el aire.
Permaneció ahí, en la puerta de su casa, unos minutos fumando un cigarro. La vida en Nueva York, incansable, seguía sin preocuparse por él.
Comenzó a chispear cuando terminaba el cigarro. Lo tiró al suelo, pisó la colilla y abrió la puerta de entrada. En el recibidor, regalándole una sonrisa sincera, le esperaba su madre. Dean miró la foto y sintió ganas de llorar como no las había sentido en mucho tiempo, desde aquellos días en que la vio apagarse poco a poco hasta desaparecer de repente sin dejar más que viejas fotos.
Acababa de cerrar la puerta cuando alguien tocó el timbre.
-¿Quién demonios es ahora? –rugió, enfadado.
Necesitaba un rato a solas, tranquilidad para reflexionar y apaciguarse. Fuera quien fuera que le visitaba a esas horas se iba a llevar una buena bronca.
Abrió sin usar la mirilla. Frente a él, para desgracia de la chica, estaba aquella a quien consideraba la culpable de todos sus males. Taylor.
-¿Qué quieres ahora? –le chilló, descontrolado.
La muchacha, que había aparecido con una enorme sonrisa en el portal de su casa, se echó atrás asustada. Sus labios se tensaron y la sonrisa desapareció. Dean reconoció un sentimiento en ella. Miedo.
-Yo… solo venía a ver qué tal el entrenamiento.
Conforme dijo aquella palabra, supo que había dado de pleno en la causa de aquel enfado descomunal en el atractivo chico.
-¿Entrenamiento? ¿Qué entrenamiento? ¡Aquí en esta mierda de universidad no se puede entrenar! ¡Y menos con gente tan idiota como tu padre!


Taylor frunció el ceño. No le gustó la forma en que Dean había hablado de su padre, pero seguía embargada por el miedo y no sabía cuál sería la reacción del chico si lo defendía, por lo que decidió no decir nada.
-¡Nada más que estáis ahí para dar problemas! ¡Tú y él! ¡Los dos! ¡Ya estoy harto!
El deportista descargó su puño sobre el mueble de la entrada. La foto que había sobre él cayó al suelo y el cristal se rompió en mil pedazos.
-Dean, tranquilo -logró decir al fin-… Todos tenemos días malos, pero ya verás como todo se arregla.
Durante un instante, el chico se quedó quieto, mirándola a los ojos. Después tomó la palabra de nuevo.
-¿Crees que todo se va a arreglar? –se carcajeó unos segundos-. Nada se va a arreglar. Nada se puede arreglar.
La rubia llevó la mano a los hombros del chico en un intento de calmarlo, pero antes de tocarlo, este se apartó.
-Lárgate, ¿quieres? No quiero verte.
Las palabras se le clavaron en el pecho como una daga.
-Vale. Me voy. Quédate solo, lamentándote, y seguro que así resuelves tus problemas.
Sin decir nada más ni tan siquiera volverse para ver cómo había recibido Dean aquella declaración de intenciones, Taylor se marchó. Tardó un poco en oír la puerta cerrarse tras ella. Al llegar a la esquina de la calle, giró y al fin paró. Mareada, se apoyó contra la pared y suspiró. Cuando ya se encontraba un poco mejor, sacó el teléfono móvil de su bolso y llamó.
-¿Papá? –formuló, con su voz de niña buena-. ¿Puedes pasar a recogerme?

Había dicho que no a la marihuana que le habían ofrecido, pero en ese momento, mientras se tomaba su cuarta copa de ron con Coca Cola, Dean se arrepentía de no haberla cogido. Al principio el alcohol lo había ido calmando, o al menos le había permitido olvidar, pero poco a poco volvía a sentirse mal. Ya no estaba enfadado, sino triste. Triste y solo. Dos sentimientos a los que no estaba acostumbrado. Dos sentimientos que creía haber dejado atrás el día que dejó de ser un niño de mamá para convertirse en un rompecorazones, en un líder, en el increíble Dean.
Tumbado en el sofá, con la botella de ron a un lado y los vasos vacíos al otro, el mundo temblaba. Veía el suelo moverse bajo sus pies, las paredes bailar de un lado a otro como si se encontrara en una atracción de feria que no paraba. Solo que no había gritos de diversión, ni risas. Solo angustia y soledad.
Alargó el brazo en busca de su teléfono. Le costó un poco encontrarlo, y algo más teclear el número que deseaba, pero la respuesta no se demoró.
-¡Ey, tío! ¿Cómo vas?
La voz de Mike, su inseparable compañero de fatigas, le sacó una sonrisa.
-Voy a montar la mejor fiesta del mundo. Ahora –arrastró las sílabas de cada una de las palabras como si pesaran mil kilos-. He abierto una botella de ron y os estoy esperando. ¿Cuándo llegas?
Al otro lado del teléfono se hizo el silencio.
-Mike, tío…
-Lo siento, Dean, no puedo. Tengo que…
Enfurecido, el deportista cortó la llamada sin escuchar el motivo. Marcó otro número, con mismo resultado. Y otro más, que sonó durante dos interminables minutos antes de cortarse.
Sus amigos del instituto lo habían dejado de lado. Ninguno estaba ahí cuando realmente los necesitaba.
Tambaleándose, salió al pasillo. Bajo sus pies crujieron los añicos que habían quedado junto a la foto, que todavía se encontraba en el suelo.
De nuevo, sintió ganas de llorar.
-No, no, no.
Dean se ahogaba. Sentía cómo le oprimía el pecho y cómo no podía respirar.
Necesitaba aire. Mucho.
Cogió las llaves del coche del mueble del recibidor y salió a la calle. Cerró la puerta tan solo de un golpe, sin girar la llave ni conectar la alarma. ¿Qué más daba?
Entró al garaje y se montó en su hermoso coche, el único que permanecía ahí, a su lado, en ese momento tan bajo. Al girar la llave y notarlo vibrar bajo sus pies, comenzó a sentirse mejor. Salir a la calle, bajar las ventanillas y que el viento fresco le golpeara en la cara fue toda una bendición.
Condujo por las calles de Manhattan atestadas de gente sin rumbo fijo. Aceleraba como un loco. Frenaba en el último instante. Iba a tope. Solo así sentía que llevaba las riendas de su vida.
Los altos y lujosos edificios del centro de la ciudad fueron quedando atrás y dando paso a callejuelas más estrechas y oscuras, vacías. Le daba igual. Pensaba conducir hasta quedarse sin gasolina, llegara hasta donde llegara. Y después volvería, como una persona nueva, dispuesto a redimirse por aquellos terribles entrenamientos. Siendo el mejor de nuevo.
Tan ensimismado se hallaba en sus pensamientos que no vio, justo frente a él, al chico que cruzaba la calle por el paso de cebra. No lo vio en la distancia, pero sí cuando estaba a pocos metros de él. Clavó el pie en el freno y las ruedas de su vehículo chirriaron sobre la calzada.
El joven peatón saltó hacia adelante y desapareció de la vista del conductor. El corazón de Dean latía a mil por hora. De repente, creyó que el efecto del alcohol se le había pasado, pues el miedo le hizo abrir los ojos de par en par. Sin embargo, el extraño sonido que escuchó mientras frenaba y el pequeño golpe que escuchó a continuación solo podían ser parte del sueño en que debía estar metido, porque no podía ser que hubiera atropellado a nadie. No podía ser.
Abrió la puerta del coche y salió a la oscura calle con el pulso desbocado. De la otra esquina de la calle le llegaron voces seguidas de pasos apresurados que se acercaban hasta él.
-¿Estás bien? –gritó.
La furia y el enfado de aquella tarde se habían convertido, de pronto, en miedo.
-Sí, tío, pero por los pelos.
Aquella voz lenta y pausada, mucho más tranquila que la suya, le resultaba muy familiar…
Dio la vuelta al coche hasta encontrarse junto a la puerta del copiloto y entonces descubrió por qué le sonaba aquella voz.
Tumbado en el suelo y con las manos agarrándose la cabeza, estaba el fumeta de la parte trasera del estadio.
Dean le ofreció la mano para ayudar al muchacho a levantarse, que no tardó en hacerlo. Al ver que estaba se encontraba bien, volvió a hablar.
-¿Cómo se te ocurre echárteme encima? ¡Podría haberte matado!
No solo no se disculpó, sino que le acusó de imprudente.
-¿Dices que yo me he tirado encima de tu coche? ¿Pero tú estás loco o qué? ¡Venías tan enfilado que si no llegó a saltar para esquivar el coche, estaría aplastado bajo las ruedas!
La discusión comenzaba a subir de tono cuando los chicos que habían salido corriendo desde la otra punta de la calle llegaron junto a ellos. Dean no se dio cuenta hasta que notó la mano de uno tocándole el hombro.
-Eh, tú. Mira por dónde conduces. Has estado apunto de atropellar a mi colega.
Al girarse y encontrarse frente a tres jóvenes de aspecto peligroso enfocó al fin la escena al completo más allá del accidente. Estaba en el Bronx. Borracho. Con un cochazo impresionante arrancado a su espalda y tres tíos que lo miraban desafiantes. Tenía que largarse de allí cuanto antes.

Más allá del mar - Capítulo 32



Las clases comenzaron unos días después. Las nuevas estudiantes se vieron atrapadas en una vorágine de actividades diferentes entre las que destacaban encontrar las aulas donde se impartían sus clases en aquella enorme universidad que les seguía pareciendo un laberinto, conocer a compañeros y profesores, retomar los hábitos de estudio que habían abandonado durante el verano y, ante todo, colaborar con la hermandad.
Aquella fiesta medieval dio paso a los primeros eventos, que mantuvieron a Sienna, Abby y Yuri muy ocupadas pintando ventanas para anunciar el desfile de bienvenida y ensayando la Macarena para el primer concurso entre hermandades de ese año. Entre una cosa y otra, las chicas casi no tuvieron tiempo de pensar en sus problemas.
Sienna empleaba sus ratos de soledad en hundirse en una pila de pesados libros de texto que en muchas ocasiones le sonaban a chino y suspiraba recordando cómo se había quejado en España de las clases cuando lo había tenido todo tan sencillo. Cassie, su compañera de cuarto, tan solo le dirigía la palabra cuando era estrictamente necesario y, aunque le había preguntado un par de veces qué le pasaba, había acabado por desistir en sus intentos.
Su mejor amiga, por el contrario, apenas se acercaba a sus libros. Se levantaba temprano todas las mañanas para salir a correr por las colinas de la universidad, regresaba a tiempo para ir a clase y después pasaba el resto del tiempo con Sophia y las demás, socializándose todo lo que no había podido en su anterior escuela. La española le había confesado las dudas que tenía respecto a su relación con Matthew y la aparición de la “innombrable” y, pese a que al principio le molestó que Sienna le hubiese contado el problema a las presidentas de Alfa Delta Pi antes que a ella, se esforzó por quitar hierro al asunto. No quería pensar en los motivos por los que Sienna no le había dicho que estaba mal, ya que eso la devolvía una y otra vez a esa borrachera por despecho y a esos minutos de apagón mental en los aseos de aquella fiesta.
Cuando llegó el viernes por la tarde, las dos estaban agotadas y no querían hacer nada más que dormir. Sin embargo, sus planes se vieron trastocados por completo cuando Yuri entró en su cuarto con un brillo de emoción en los ojos imposible de detectar.
-¡Chicas, arriba! ¡Tenemos que arreglarnos!
Abby se irguió sobre el colchón y le sonrió con desgana.
-¿Qué pasa ahora, loca? ¿Es que no piensas dejarnos descansar ni un día?
Yuri soltó una gran risotada.
-¡Por supuesto que no! ¿O es que acaso habéis venido a la universidad para pasaros el día acostadas?
La tercera muchacha quiso intervenir para quejarse, aunque su amiga habló antes.
-Nuestras hermanas mayores están abajo, esperándonos en la fuente.
-¿Para qué? –preguntó Abby.
-No será para insistir otra vez con lo de Matthew, ¿verdad? –señaló Sienna-. Ya les dije que no va a poder venir.
La coreana negó con la cabeza. Los últimos días, el tema de conversación en la casa de Alfa Delta Pi había sido el concierto benéfico que iban a organizar durante la primera semana de octubre. Sophia, como representante de la hermandad, había pedido a la española que intercediera por ellas para conseguir que Matthew actuara en la universidad. Estaba convencida de que Sienna lo conseguiría. Por desgracia, no fue así, y cuando esta le informó de que Matthew ya tenía el calendario de octubre planificado y cerrado a cambios, la rubia se había molestado un poco.
-Qué va. Todo lo contrario. No me ha dado muchos detalles, pero creo que quieren disculparse contigo por eso.
Sienna se encogió de hombros.
-No hace falta que nadie me pida perdón. Si Sophia ha comprendido que he hecho todo lo posible para convencerlo, es suficiente.
No mentía en eso. Durante toda la semana, había llamado y mandado numerosos mensajes al chico insistiéndole para que hiciera un hueco en su agenda, aunque no fueran más que unas horas. Le echaba de menos y necesitaba verlo, por lo que aquella era la excusa perfecta. Sin embargo, Matthew se había negado todas y cada una de las veces.
-Me han dicho que nos cambiemos de ropa rápido y nos pongamos algo cómodo pero elegante –siguió diciendo Yuri-. ¡Ah, sí! Y que nos llevemos el bañador. Creo que nos van a llevar a la playa.
Las tres sonrieron. ¡Sí! La playa… aunque estaban en California, el estado playero por excelencia, aún no la habían pisado. Yuri había estado muchas veces con sus amigas y familia antes de mudarse a la universidad, pero para Abby y Sienna esa sería su primera vez.
-¿Bañador? ¿Qué bañador? –preguntó Abby nerviosa mientras comenzaba a rebuscar en uno de los cajones de su armario-. ¿Esté azul sin tirantes o mejor este negro y naranja con piedrecitas?
-¡El que sea, pesada, pero elige ya que me han recalcado que no perdamos tiempo! –contestó su compañera de habitación a la vez que se ponía a su lado y la imitaba en busca del bikini perfecto.
-Voy a mi habitación a cambiarme –comentó Sienna, que ya tenía el pomo de la puerta en la mano; la palabra mágica “playa” le había devuelto las fuerzas y las ganas de hacer cosas-. Tocadme a la puerta si acabáis antes que yo, ¿vale?
Las dos muchachas dijeron que sí al unísono. Cuando la española cerró la puerta, lo último que oyó fue a Abby preguntar, nerviosa, “¿y qué me pongo ahora que sea cómodo pero elegante?”. Desde el pasillo, su amiga sonrió. Abby, Abby, Abby… No iba a cambiar nunca, por más que se hubiera empecinado en que aquel año tenía que ser su año y en que todo tenía que ser diferente.
Al entrar en su dormitorio, lo encontró vacío. Se dirigió sin rodeos al armario, sacó su bikini arco iris de Victoria Secret’s y se lo puso, con una sencilla camiseta negra de tirantes finos cruzados a la espalda y su short vaquero favorito. Así, con un collar largo de cuentas azules, el pelo recogido en una trenza despeinada hacia el lado y sus chanclas Quick Silver, iba perfecta. Además, por si luego iban a algún otro sitio, en el amplio bolso, junto a la toalla, llevaba unas sandalias romanas plateadas, un peine y una elegante diadema con adornos plata para retirarse de la cara los mechones que se le soltaran.
Se miró en el espejo de la habitación y sonrió a su reflejo. Sí, genial. Preparada para estrenar las playas californianas.
Alguien tocó a la puerta en ese mismo momento.
-¡Venga, Sienna, que nos están esperando! –escuchó chillar a Yuri.
-¡Ya voy, pesadas!
* * * * *
Sin saber cómo, las seis chicas habían conseguido meterse en aquel descapotable alquilado para la ocasión y habían pasado las dos horas de viaje hasta la playa lanzando gritos de júbilo al aire y riendo como locas.
El trayecto no se les había hecho especialmente largo puesto que se encontraban en buena compañía, pero el tiempo en la playa sí se les pasó volando, entre zambullidas en el mar y siestas tumbadas en la limpia arena blanca de Malibú, donde habían cotilleado y bromeado rodeadas de universitarios cuadrados que bebían cerveza sin parar.
-Manhattan Beach es increíble.
Abby hizo aquella puntualización con la mirada clavada en el atardecer de colores rojizos mientras se dirigían, de nuevo en el coche, hacia la archiconocida ciudad de Hollywood.
-¡Claro, también yo diría eso si me hubieran pedido el teléfono tantos chicos guapos! –respondió Sienna, aunque realmente no lo decía en serio; en cuanto estos se habían acercado a ellas, había convencido a Yuri para acompañarla a las pequeñas tiendas frente al muelle a echar un vistazo a la ropa surfera que allí vendían.
 -La lástima es que no los volveremos a ver –continuó diciendo Abby, antes de suspirar.
-Bueno, pero eso tampoco debería importarte mucho –la interrumpió su hermana mayor-, porque a quien sí verás pronto es a Connor.
Sophia hizo aquel comentario con una sonrisa en los labios, aunque Abby no sonrió. Cada vez que escuchaba aquel nombre, un escalofrío le recorría la espalda.
Connor… Sus grandes manos recorriendo su cuerpo y colándose bajo su ropa. Esos labios húmedos pegados a los suyos.
-Bueno, ¿entonces dónde vamos ahora? –intervino Sienna, con la intención de desviar la conversación a temas más agradables para todos.
-Supongo que de vuelta a casa, ¿verdad? –le siguió la corriente Abby, aliviada.
-¿A casa? –las cortó Brooke-. ¿Llamáis casa a esas cuatro paredes cutres donde dormís cada noche?
Las chicas se encogieron de hombros. Para ellas, el edificio de Founders y Camino, con su arco en medio comunicando ambas alas, era lo más parecido a un hogar que habían encontrado desde que se marcharon de Nueva York y para nada les parecía cutre.
-¡Nada de eso! –exclamó la alocada morena-. Hoy es nuestro día, chicas, y tenemos que disfrutarlo a tope. Vamos a quemar un poco más de rueda, que para eso hemos alquilado este coche. ¿Y con qué mejor fin que con el de ver las estrellas?
* * * * *
Pese a que Brooke no era muy dada a los juegos de palabras, en esa ocasión había hecho uso de uno, puesto que la mención de las estrellas fue algo literal. Poco más de treinta minutos después, tras dar las llaves del descapotable a un joven bastante atractivo que se encargaría de aparcarlo en un impresionante parking donde los coches se apilaban uno sobre otro, las muchachas corrían emocionadas por el Paseo de la Fama de Hollywood.
-¡Qué fuerte, la estrella de Johnny Depp! –chilló Abby, emocionada, al mismo tiempo que se tiraba al suelo entre medias de un grupo de turistas y acariciaba el trazo de las letras doradas-. ¡No me puedo creer que esté tocando algo que también ha tocado él!
El suspiro que escapó de sus labios provocó una carcajada en sus compañeras.
-Cuando tocas las mesas del McDonald’s que hay cerca de Times Square o los azucareros del Starbucks del aeropuerto no te vuelves tan loca –señaló su mejor amiga-, y me juego el cuello a que los ha tocado muchas más veces que esa estrella de piedra.
La neoyorquina le lanzó una mirada asesina, pero nadie la tomó en serio. Sabían que la dulce Abby no podía enfadarse por una broma como esa y que en menos de dos minutos estaría sonriendo otra vez.
-Lo más increíble de todo es que no estéis aún de rodillas a mi lado, posando para una foto en la estrella del mejor actor del mundo. ¡Increíble no! ¡Intolerable!
Yuri, que en el poco tiempo que se conocían había llegado a querer a Abby tanto como a una hermana, no dudó en tomarse en serio sus palabras. Antes de que su compañera de cuarto se diera cuenta, se había lanzado en plancha a su lado, cogida a la mano de Sienna y arrastrándola también a ella.
-¡Venga! ¡Foto! 
Sus hermanas mayores las imitaron de inmediato, tras encasquetarle la cámara de fotos a un enorme hombre con un tatuaje en la cara que daba bastante miedo. Tras posar de varias maneras, pero siempre unas sobre otra, como una piña, dieron las gracias al desconocido, y prosiguieron con su paseo por la famosa avenida.
Su siguiente parada obligatoria, a petición de Yuri, fue la estrella de Michael Jackson. No debieron buscarla demasiado, puesto que nada más acercarse a ella, la reconocieron. Flores, peluches, fotos y dedicatorias la rodeaban, igual que decenas de velas de todos los tamaños y colores, que acababan de ser encendidas por alguien a quien no alcanzaron a ver entre los numerosos rostros que se apelotonaban alrededor de ella.
Para entonces, la oscuridad de la noche había engullido la ciudad, por lo que la escena resultó aún más hermosa de lo que podría haberlo sido en cualquier momento. Los titileos de las velas iluminando la estrella de forma intermitente, los cánticos de algunos fans, aquella pareja sentada en el suelo, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él con los ojos cerrados, como si no hubiera nadie más a su lado… Sin poder evitarlo, una vez más Sienna voló en la distancia y en el tiempo, a un día meses atrás, en el pulmón de Nueva York, donde Matthew compartió con ella uno de sus mayores secretos, el primero.
-¿Sienna?
La voz de Sophia a su lado la devolvió a la realidad.
La española giró el rostro hacia ella y se encontró con los ojos preocupados de su nueva amiga clavados en los de ella.
-¿Estás bien? –le susurró, como si no quisiera que las demás chicas las escucharan.
Probablemente eso hubiera sido imposible, puesto que se encontraban completamente atrapadas por la magia de aquel lugar. Yuri tarareaba por lo bajini “Hold my hand”, mientras su hermana mayor la cogía de la mano. Brooke, por primera vez en todo el día, estaba callada, con los ojos llorosos, y Abby, con la mirada perdida, parecía encontrarse también en otra dimensión, pensando en a saber qué.
-Sí, claro… -mintió Sienna.
-Sabes que me tienes para lo que necesites, ¿verdad? –insistió la cabecilla de Alpha Delta Phi.
-Por supuesto, no te preocupes –respondió, forzando una sonrisa.
Por desgracia, de nada le servían las buenas intenciones de Sophia. Lo único que podía hacerla sonreír de verdad y ser feliz una vez más era volverle a ver, reencontrarse con él.
En ese instante, la canción llegó a su final, y el frío y doloroso silencio que quedó flotando en el aire hizo volver a Abby a la tierra.
-Deberíamos empezar a volver, ¿no creéis? Se está haciendo tarde.
Brooke se limpió las lágrimas de las mejillas con un gesto rápido para que nadie la viera antes de tomar la palabra.
-A ver, hermanita, ¿cuántas veces te tengo que decir que la noche es nuestra y que aún no vamos a volver? Aún tenemos unas horas por delante antes de regresar a San Diego, ¡así que vamos a desfasar!
De repente, volvía a ser la misma chica impulsiva y loca de siempre.
-¿Desfasar? –preguntó la neoyorquina-. ¿Pero cómo?
-¿Qué me decís de cenar en un mexicano muy guay que hay aquí cerca y plantarnos después en la discoteca Fluxx?
-¡Sí! –exclamó Sophia, ilusionada-. ¡Desfasemos! ¡Vámonos de fiesta!
Las demás chicas asintieron, emocionadas. Ninguna de las tres más jóvenes conocía la discoteca, pero eso no importaba. Si las mayores parecían tan contentas debía ser muy buena.
Lo que ninguna sabía en ese momento era que después de su cena en el mexicano, inolvidable gracias al toro mecánico emplazado en el centro del patio exterior en el que montaron unas y otra vez tras beberse los primeros margaritas, no conseguirían entrar a Fluxx, ni a ninguna otra discoteca de la zona. No obstante, la noche les depararía muchas sorpresas todavía. Para algunas de ellas agradables. Para otras… no tanto.