jueves, 7 de octubre de 2010

Capítulo 11

Hacer daño era trampa, multiplicar un lío…
Domingo. La mañana había llegado sin avisar, inesperada. Los rayos del sol se colaron por la ventana e iluminaron todo el dormitorio, donde Sienna miraba el techo con mil pensamientos dando vueltas en su cabeza. No había logrado encontrar el sueño en toda la noche. Al llegar a casa tras la fiesta, se había lanzado sobre la cama como un náufrago se abrazaría a un tablón que flota en el agua: angustiada, temblorosa, desesperada. Deseaba que el sueño la atrapara y la llevara a un mundo donde no hubiera problemas ni quebraderos de cabeza, donde amar se tradujera en sumar uno y uno, donde resultara fácil ser feliz. Sin embargo, la suerte no estaba de su parte, ya que no conseguía mantener los ojos cerrados ni descansar en una única posición. Giró más de mil veces por la enorme cama. Más de una vez estuvo apunto de caer al suelo pese a tener una cama de matrimonio para ella sola. Había perdido la cabeza y el norte. Estaba perdida en un rincón de su cabeza desbordado de sentimientos encontrados: amor, odio, rabia, ilusión, frustración, esperanza, rencor, celos. ¿Cómo podía sentir tantas cosas al mismo tiempo? Parecía imposible creer que en un cuerpo tan pequeño pudieran caber tantas cosas.
            Cuando nació el nuevo día, Sienna tuvo aceptar que no conseguiría dormir. Se sentó en el borde de la cama y observó desde su amplio ventanal la gran ciudad, la ciudad que nunca duerme, despertando a la vida. Los árboles de Central Park, el pulmón de Nueva York, agitaban sus brazos al viento en un saludo: “¡buenos días, Sienna, buenos días!”. Las nubes viajaban rápidas por el cielo, impulsadas por un soplo de aire frío, al tiempo que creaban sombras llenas de dudas o dibujaban seres mágicos que le sonreían. Nunca se acostumbraría a despertar en las alturas, a ver a los peatones convertidos en diminutas hormigas que corrían de un lado a otro, infatigables, insaciables. Nunca se acostumbraría a despertar en Nueva York.
Se levantó del borde de la cama y cogió un batín floreado de seda que había comprado la noche anterior. Conectó su iPod con el hilo musical de la habitación y volvió a la ventana, donde continuó pensando.
Al despegar su avión de Madrid, mientras sobrevolaba el océano y dejaba atrás a sus amigos, a su padre, toda su vida, mientras se alejaba del pasado, se sentí mal, sola, traicionada. Tenía miedo. Pese a todo, en un rinconcito de su corazón, aunque su mente no quisiera reconocerlo, sabía que era lo mejor. Cuando era pequeña, su madre le contaba mil maravillas de Estados Unidos. Le narraba sus viajes de carretera con sus amigas, perdidas en la ruta 66. Recordaba también sus viajes en las vacaciones de primavera, total descontrol y locura: México, Florida, Las Vegas cuando alcanzaron la mayoría de edad. Cuando Sienna le hablaba del despotismo de los estadounidenses y de ese sentimiento de superioridad que les hacía tan particulares, su madre siempre le hablaba de las grandes personas que había conocido, las experiencias que había vivido y le repetía, todos los días, que dejara a un lado los prejuicios. Estados Unidos no eran sólo animadoras y hamburguesas, era un país en eterno crecimiento, un crecimiento a toda feliz, un país donde el paisaje mismo demostraba lo distinta que era su gente y los secretos que allí se escondían.
Sienna le pedía una y otra vez que le contara más cosas, ansiosa por imaginar, ansiosa por vivir ella misma esas aventuras con las que llenaba sus sueños. En esos sueños, se imaginaba rodeada de amigas que la querían celebrando una fiesta en la casa de una de ellas, o tal vez en el baile de fin de curso, cogida del brazo de un chico ataviado con un esmoquin y una flor en la solapa a juego con la flor de su muñeca. Sienna pedía más detalles, más datos, para engrosar sus ilusiones.
Mientras crecía en España, siempre supo que se iría, que llegaría el día en que volaría a Nueva York, a la casa que su madre tenía en la ciudad desde que se graduó y a la que nunca había ido. Veía a su madre haciendo tortitas, como tantas otras veces, en una cocina con barra americana, y a su padre viendo los partidos de fútbol americano y especulando sobre los resultados de la liga juvenil. Le prometieron que viajarían juntos y estarían allí un año o dos, los que hicieran falta, hasta que ella decidiera donde quería establecer su vida.
En sus ilusiones, Sienna siempre se veía junto a un chico, un joven sin rostro ni nombre al que conocería esperando un taxi en un día de lluvia o en una cafetería mientras leía su libro favorito. Sabía que podía ser muy feliz sin un hombre a su lado, ya que siempre había sido toda una feminista, “las mujeres somos capaces de desempeñar cualquier trabajo como los hombres”, “no necesito ayuda para reparar el grifo del lavabo”, “juego al fútbol y no por ello dejo de ser femenina”. Sin embargo, envidiaba a sus padres, esa complicidad en la que, con solo una mirada, se podían decir mil palabras. Envidiaba el amor que se profesaban, los momentos que atesoraban en el baúl de sus memorias, envidiaba tener a una persona con la que poder pasar toda su vida y sentir que el tiempo pasaba volando.
En cuanto vio a Dean y se hundió en sus ojos, en su sonrisa y en sus labios, en ese mismo instante, el chico con el que tantas veces había soñado, el chico que en sus sueños la había llevado innumerables veces al altar y que la había besado en tantos lugares diferentes, el chico de sus fantasías había tomado su cara. No podía pensar en nadie más que en él, en nada más que no fueran esos minutos en que se miraron, se tocaron, se hablaron y el mundo pareció dejar de girar.
Y ahora, la suma de los dos factores, sus dos cuerpos y sus dos almas, daba un resultado de tres. Sienna siempre había sido una chica fiel con sus novios, amiga de sus amigos, una persona en quien confiar. Su mayor consejo en asuntos del corazón era “no te metas en medio, lo que está destinado a ser, encontrará el modo para serlo al final”. Jamás se interpuso en ninguna relación, ya que para ella los chicos en una relación eran intocables. Pero, ¿cómo seguir actuando igual cuando su corazón le decía, le gritaba, que acababa de conocer al hombre de su vida? ¿Y si él sentía lo mismo?
Dean llevaba desde los catorce años con Cindy, una chica a la que ni siquiera había visto. Sienna estaba seguro de que una relación a esa edad era una locura. La adolescencia es una época de experimentar, probar, enamorarse de uno y otro, besar muchas ranas hasta encontrar a su príncipe. Por lo que le había contado Abby, Dean no era el príncipe de Cindy. Si sus almas estaban destinadas a estar juntas, ¿cómo podía él mirar a otras chicas, pensar en ellas, y mucho menos besarlas? ¿Cómo podía ella no darse cuenta del hombre que tenía a su lado y descuidarlo tanto?
Sin desayunar ni vestirse, Sienna se sentó en el ordenador del despacho y se conectó a Internet. Escribió un mensaje a su padre deseándole que estuviera bien y pidiéndole que no se preocupara por ella. La situación con su padre era el menor de sus problemas en ese momento y tantas vueltas a la cabeza le hicieron comprender que no podría estar castigándolo eternamente. Le daría un poco de tregua para poder centrarse en sus otras preocupaciones. También habló con sus amigas, que ya habían comido debido al cambio horario entre Javea y Nueva York. Merche la animó a interponerse entre los dos jóvenes y conquistar a Dean. Ana, más comedida, le aconsejó que esperara a conocerla a ella y que dejara que las cosas siguieran su propio camino. Pasó muchas horas en el ordenador, leyendo las palabras de sus amigas y vagando por foros adolescentes donde hablaban de amor. Vio las fotos de los chicos con los que había salido y pensó que con ninguno de ellos había sentido una locura tan grande desde el primer momento. Eso tenía que significar algo.
Llegó la hora de comer y pensó que no podía seguir encerrada en su casa sin hacer nada. Se dirigió a la bañera y, por primera vez desde que había llegado a la ciudad, la llenó para tomar un baño. Echó jabón para llenarla de espuma y controló que la temperatura del agua fuera la ideal para ella. Se quitó el batín y el pijama y se metió dentro. La música seguía sonando: “mirar tu cara es mirar un sueño que está a mi alcance y no puedo tener. Que no me quieras me duele y siento que no te quiero y te quiero tener”.
Al salir de la bañera, se acicaló, peinó con cuidado y calma su precioso pelo y se vistió con unos pantalones blancos y una camiseta desmangada color camel que hacía destacar su moreno. Se pintó las uñas y los ojos, se perfumó.
Cuando por fin se sintió guapa, bien con ella misma, cogió el bolso, con su cámara de fotos dentro y salió a la calle. Buscaría un lugar donde comer tranquila, protegida por el trajín de los turistas, para después perderse por las calles de la ciudad y fotografiar rincones anónimos, rostros sin nombre, instantes especiales. Caminaría hasta que le hirvieran los pies, hasta que las piernas le fallaran y después volvería a casa, a dormir todas aquellas hora que no había dormido esa noche, a soñar sin pensar en el duro primer día de clases que le esperaba.   

1 comentario: