lunes, 10 de enero de 2011

Capítulo 43

Su insistencia fue vana, inútil. El chico no cesó de reír ni un solo momento ante sus interesadas preguntas, sin dar respuesta alguna. Se limitó a afirmar que su padre estaba muy involucrado con el mundo del espectáculo y que le había facilitado la cámara como material para el trabajo.
            -¡Parece que no vayas al St. Patrick’s, Sienna! –exclamó-. No me quiero ni imaginar qué hará tu amiguita Cindy con el proyecto. Tengo oído que le gusta mucho dar el espectáculo.
            Sienna estaba convencida de que el cámara sería algún compañero de trabajo de Matthew y se empeñaba en interrogarlo una y otra vez con la esperanza de que le desvelara su secreto. Sin embargo, él no le decía nada y continuaba con su mentira. ¿Por qué actuaba así?
            -Mark, saca un plano bueno de todo esto –el cantante señaló el edificio de cristal de las Naciones Unidas, con voz firme y resuelta.
            El cámara salió del vehículo con su instrumental a cuestas. No tardó en iniciar la grabación. En silencio, apuntaba las banderas, símbolo de orgullo nacional. Recorrió los estandartes de abajo a arriba y ascendió por la fachada acristalada despacio, con calma. Ninguno de los tres, habló, disfrutando de la paz a la vez que escuchaban el barullo de un nuevo día en Nueva York.
            Algunos viandantes, curiosos, les dirigían la mirada. Mujeres de negocios ataviadas con elegantes trajes de chaqueta y pantalón, con sus peep toes de altísimo tacón en la mano, caminaban luciendo unos deportivos viejos y desgastados. Hombres con maletín y americana que dirigían la vista al edificio, en busca del motivo de esa grabación. Ninguno paraba, pese a que la curiosidad les comía por dentro. Esa noche, cuando volvieran a casa del trabajo, buscarían en Internet qué había ocurrido en las Naciones Unidas, ignorantes de que se trataba de un simple trabajo para el colegio.
            En el exterior de la verja que les impedía el paso al terreno de la sede, un mendigo al que le faltaba una pierna intentaba llamar la atención de los turistas que habían madrugado aquel sábado para visitar la Gran Manzana. Al otro lado de la verja, tras él, se alzaba una pistola gigante con el cañón anudado. La imagen resultaba curiosa e impactante al mismo tiempo.
Ése era un buen lugar para comenzar a entrevistar personajes. Sin palabras, Sienna miró a Matthew. El chico meneó la cabeza. Se dirigieron al hombre que, harapiento, tendía su mano a todos los transeúntes que pasaban por su lado.
-Buenos días, señor, ¿podemos robarle unos segundos? –Matthew le habló con mucha educación.
-Mientras no me robéis las monedas y salgáis corriendo, con eso me sobra –la respuesta, burlona, los dejó trastocados.
Esperaban reticencia por parte del mendigo, enfado e incluso algún estufido, pero el hombre parecía estar más que dispuesto a hablar con ellos. Resultaba agradable ver que, a pesar de las circunstancias, aún quedaba gente agradable en el mundo.
            -Estamos haciendo un trabajo acerca de la vanidad y la perversión del ser humano y estaríamos interesados en hacerle unas preguntas –continuó Matthew, sin quitarse las gafas que le cubrían gran parte del rostro.
            -No hay problema, chicos, como veis no tengo mucho que hacer por aquí.
            Antes de comenzar a preguntarle su opinión acerca de los temas que se presentaban en el libro, se interesaron por él y por qué le había hecho acabar así, pidiendo en la calle. Les contó que había sido soldado hasta poco antes. Habló del conflicto de Afganistán, de la mina antipersona que le arrebató la pierna derecha y le privó de su vida anterior. Describió imágenes horribles, inimaginables para cualquier persona que no hubiera sobrevivido a una guerra. Narró hecho terroríficos, muerte, ira, desolación. Miedo.
            El cámara fijó el objetivo en el rostro del mendigo, quien hablaba sin apenas mirarlos, reviviendo cada instante.
            Algunos paseantes se pusieron a su alrededor, atraídos por la cámara y cautivados por la narración del hombre. Mientras escuchaba, Sienna notaba como el vello de sus brazos se ponía de punta. Hasta ese momento creía que conocía el dolor y la tristeza. Ahora comenzaba a entender que su dolor no era comparable al de tantas personas que no sólo veían morir a sus padres, a sus hijos, a sus seres más queridos, sino que también perdían sus hogares, sus recuerdos, sus sueños y sus esperanzas. La congoja la ahogaba; no era capaz de interrumpir al mendigo para hacerle las preguntas que, el jueves en la hora del descanso, Matthew y ella habían preparado para el trabajo.     
            El indicante habló, habló durante largo tiempo, hasta que por fin calló. Sienna continuaba paralizada por la historia. Por fortuna, Matthew reaccionó. Le dio la mano al hombre, al tiempo que le daba las gracias con la voz seria. Parecía reflexionar, meditar sobre todo lo que había escuchado. Cuando el pobre hombre le soltó la mano, la cerró en un puño y una sonrisa de oreja a oreja iluminó su rostro. Sin que nadie se diera cuenta, Matthew le había entregado un billete con el rostro de Benjamín Franklin pintado en el anverso.
            Los dos chicos, acompañados por el jovial cámara, se alejaron del hombre. La multitud de turistas, por otra parte, permaneció junto al hombre, hambrienta de historias. Sienna tuvo la impresión de que esa noche el mendigo no tendría problemas para ponerles un buen plato de comida en la mesa a sus hijos.
* * * * *
            Subidos en el discreto coche que Matthew conducía, recorrieron la ciudad entrevistando a personas de diferentes entornos y clases sociales. Los yuppies, esos hombres que corrían con el vaso de cartón de café en la mano de camino a alguna reunión, apenas pudieron dedicarles un minuto. Pese a encontrar a alguno más agradable, la mayoría les trataron con duro y desinterés. Hablaron con amas de casa que llevaban a los niños al colegio, a esa chica joven y pizpireta que paseaba los perros de todo su vecindario. Algunos testimonios les aportaron poco, otros fueron mucho más útiles, aunque ninguno tanto como el del antiguo soldado.
            Una vez que decidieron que poseían material suficiente para su trabajo, llevaron al cámara a casa. Se despidió de ellos en la puerta de un edificio humilde en el barrio de Brooklyn, con la promesa de que les avisaría tan pronto como hubiera montado las imágenes e incluido los carteles a pie de pantalla que Sienna y Matthew le habían comentado. Después, levantó la mano como despedida y se adentró en el portal.
            Por primera vez en todo el día, los dos se quedaron solos. Regresaron al coche, caminando sin pronunciar palabra. Ambos estaban cansados. No habían andado demasiado, pero la mañana había sido muy larga e intensa. Matthew entró en el coche con calma y cerró la puerta tras de sí. Sienna lo imitó, tomando asiento en el asiento de copiloto.
            -No sé cómo te atreves a conducir en Nueva York. ¡Es una locura! –atinó a decir finalmente la chica.
            -Me gustan correr riesgos, ¿aún no te has dado cuenta? –a la vez que respondía, le dedicó una amplia sonrisa-. Tú no sabes conducir, ¿no?
            -Qué va. En España tienes que tener dieciocho años para sacarte el carnet. De todas formas, mis padres siempre me decían que cuando cumpliera los diecisiete me enseñarían ellos a llevar el coche, pero mira… Los diecisiete los cumpliré aquí –se quejó Sienna.
            Cruzaron el puente de Brooklyn para regresar a Manhattan, el corazón del mundo.
            -Yo puedo enseñarte a conducir. Creo que no soy muy mal maestro –Matthew le guiñó un ojo.
            Sienna le miró asombrada.
            -¿En Nueva York? ¡Estás loco! Yo no toco el coche ahí ni para encender la radio.
             Los dos jóvenes se echaron a reír. Una vez dejaron de bromear, se oyó un ruido. Sienna se sonrojó. Le acababa de rugir el estómago. Miró a través de la ventanilla y deseó que el chico no lo hubiera escuchado. No tuvo suerte.
            -Igual conducir no te apetece, pero me juego el cuello a que de comer sí que tienes ganas, ¿verdad? Si es que… con una barrita energizante no tienes para todo el día. ¡Que no comes nada!
            -¡Sí que como! –rechistó Sienna; no sabía como lo hacía pero, con sus bromas, el muchacho siempre la hacía ponerse a la defensiva-. Esta mañana he desayunado un donut, pero con eso no tengo para todo el día. Además, la culpa es tuya por llevarme a sitios que huelen tan bien.
            -Vale, la siento, es mi culpa. ¿Qué te parece si te invito a comer para compensarte?
            Sin esperar a que la chica contestara, Matthew dio un volantazo y cambió de dirección. Condujo de vuelta a Brooklyn, lejos de las multitudes y de los agobios. La llevaría a comer a su restaurante preferido, uno pequeñito fuera de Manhattan. La comida era deliciosa allí y no solía haber mucha gente. Sí, ese sería el lugar perfecto. Lejos del ruido y del tráfico. Lejos de cualquier posibilidad de que le destrozaran la cita.

2 comentarios:

  1. ¡Dios! Eres genial, me encanta tu historia. Estoy deseando de que lleguen nuevos capítulos porque... ¡Me he enganchado!
    Un beso y sigue así! :D

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  2. por favor no tardes mucho en seguir haciendo capítulos porque me he enganchado! me encanta esta historia... y Sienna tiene que quedarse con Matthew que según parece tiene que ser muy mono y buena persona... :)
    (anónima 13 años)

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