domingo, 11 de marzo de 2012

Más allá del mar - Capítulo 5


Salió a la calle con la cabeza bien alta, seguro de sí mismo. Esa noche iba a comerse el mundo. Iba a hacer arder la ciudad.
En menos de una semana, comenzaría las clases y, pese a que haber ingresado en la universidad de Columbia suponía un cambio en su vida, él no lo veía de esa manera. Seguiría viviendo en casa, con la comida en el plato y la ropa limpia sin necesidad de mover ni un dedo. A pesar de haber dejado atrás su etapa de estudiante en el St. Patrick’s, pese a que muchos de sus amigos habían abandonado Nueva York para vivir la aventura universitaria en otras ciudades, para él todo seguía igual.  
Se emparejó el cuello de su camisa de seda negra mirándose en su reflejo pintado sobre la ventanilla de la enorme limusina que lo esperaba frente a su casa. Antes de entrar en el coche, sonrió, con una amplia sonrisa confiada. Estaba perfecto, como siempre. Ni un pelo fuera de su sitio. Nada de ojeras bajo sus hermosos ojos verdes. Y, ante todo, libre de nervios. Pero… ¿quién hubiera esperado lo contrario de Dean Thomson?
Vestido con elegancia, como era habitual en él, y montado en aquel impresionante vehículo, el joven recorría las calles luminosas de la ciudad repasando mentalmente a quién debía buscar en aquella fiesta. Sus compañeros del equipo, el par de amigos del instituto que también estudiarían en Columbia, el par de chicas que no dejaban de mandarle mensajes privados por Facebook desde que se había unido a la red universitaria… La noche era larga y tendría tiempo para todos, de eso no le cabía duda.
Transcurrieron más de cuarenta minutos hasta que la limusina frenó ante aquel lugar a orillas del río Hudson. Desde donde se encontraba, sin bajar del auto, Dean podía ver sin dificultad el antiguo cartel rojo de Pepsi brillando en la noche, una noria y varios puentes que unían Manhattan con los alrededores.
Echó un vistazo desde el interior del vehículo antes de apearse. Cinco arcos de hierros que se alzaban al cielo imponentes antes de volver a bajar al suelo componían la zona donde se celebraba la fiesta de bienvenida a los alumnos de la universidad de Columbia. En torno a estos, había varios puestos de bebidas cubiertos con carpas verdes, azules o blancas dependiendo del tipo de refrigerio que se deseara. Por todas partes, más y más jóvenes corrían, reían y charlaban, agarrados a su Coronita, fumando a escondidas de los policías que comprobaban que el evento no se les fuera de las manos o coqueteando con chicas que tal vez en un par de días se sentarían a su lado en clase de geografía. La magia del comienzo, de la página en blanco del libro de la vida, se respiraba en el aire.
-Buenas noches, soy Dean Thomson –se identificó el muchacho en la entrada a la espera de que le entregaran su pase VIP.
Para su sorpresa, la veinteañera de largo cabello moreno que le atendió ni siquiera lo miró a la cara, como si ser un Thomson en esa ciudad no significara nada. Se limitó a agarrarle la muñeca con sus cuidadas uñas de porcelana y golpearle con el sello manchado de tinta sin ningún cuidado.
-¡Ey, ten cuidado! –exclamó el muchacho, con la indignación pintada en su rostro-. Podrías haberme manchado la camisa.
La chica, mascando chicle con la boca abierta, lo miró a los ojos fijamente antes de echarse a reír. Dean esperaba una respuesta seca a la que poder responder, pero esta nunca llegó, por lo que tras aguardar unos segundos en vano a que se le tratara con el adecuado respeto, cruzó la puerta del recinto y se unió a los cientos, tal vez miles, de estudiantes que disfrutaban de aquella celebración.
Lo primero que vio nada más entrar, además de la marabunta de personas que intentaban bailar en un espacio ocupado hasta el último milímetro, fue a un hombre de unos cuarenta años, con gafas, pelo cano y camisa de cuadros. No lo llevaba escrito en ninguna parte, pero el hijo del magnate del petróleo supo con certeza desde ese mismo instante que a aquella fiesta no solo habían invitado a los alumnos, sino también a los profesores.
Resopló molesto. La idea de codearse con las personas que tendrían que evaluar su trabajo durante el resto del año no le resultaba halagüeña. Además, estaba convencido de que más de uno aprovecharía esa noche ya no solo para codearse con los líderes de las fraternidades más importantes, sino también para hacerles la pelota a los profesores y así allanarse el terreno para ese primer curso.
Él no tenía esa intención en absoluto, puesto que con ser uno de los mejores deportistas del país ya tenía las puertas abiertas a la popularidad y a lo aprobados obligatorios, pero le molestaba ver a los demás arrastrándose por llegar a ser alguien como él. La popularidad no se gana ni se pierde; se nace con ella. Miró a su alrededor de forma altiva y comprobó lo que imaginaba. La mayoría de los muchachos que lo rodeaban no tenían la clase ni el porte necesario; hicieran lo que hiciesen, jamás podrían ser Dean. Pantalones vaqueros rotos y descolgándoseles por la pierna hasta mostrar los calzoncillos, gorras de baseball, camisetas de deporte… ¿Qué creían que era eso, una fiesta del equipo de fútbol?
-Dicen por ahí que en Nueva York, las posibilidades de conocer a un chico y que este sea gay son una de cada tres –escuchó decir a una voz femenina tras él-. Si es atractivo, las oportunidades se reducen a un chico de cada dos. Si encima va bien vestido…
El joven se giró hacia el lugar del que provenía aquella voz y se encontró con su propietaria, una muchacha rubia y de ojos azules, piernas interminables y unas curvas que no tenían nada que envidiar a las de Jennifer López.
-Soy Taylor –entre sus delgados labios pintados color rojo pasión, asomaron unos pequeños dientes blancos-. Ahora es cuando me dices tu nombre y me dices, ¡por favor!, que no eres gay.
Dean se echó a reír.  
-Dean –hizo un amago de tenderle la mano, pero al final decidió hacer un movimiento más atrevido y darle dos besos en la mejilla mientras apretaba a la sugerente chica contra su pecho; a fin de cuentas, estaba en la universidad y tenía que hacer locuras, ¿no?-. En cuanto a lo segundo… ¿tú qué dices?
Taylor sonrió con picardía.
-Pues… la verdad es que las estadísticas no juegan a mi favor.
-No soy gay –respondió Dean, usando su voz más varonil.
Clavó sus ojos claros en el azul mar de la mirada de la muchacha. La mirada, como solían decir las chicas del St. Patrick’s. Había conquistado a muchas mujeres mirándolas de aquella manera. A la monitora de esquí en sus anteriores vacaciones de Navidad, a la profesora de dibujo que les dio clases el último semestre y con quien mantuvo una relación secreta hasta el final del curso, a Sienna, a Abby muchos años atrás… Tantas chicas y tantos nombres que conformaban una lista larga, demasiado larga para los pocos años que aún tenía. Mientras cogía entre sus manos las de Taylor, se percató de que había conquistado y enamorado a todas las chicas que habían pasado por su cama y por su vida. A todas menos a una: Cindy. La rubia del St. Patrick’s, su única novia oficial, su amante apasionada y fiel, había sido la única que había conseguido enamorarlo a él.
Se aproximó al oído de la nueva rubia a susurrarle algo con la intención de trabar conversación y dejar de pensar. El recuerdo de Cindy le había golpeado con más fuerza de la esperada y no tenía ganas de pensar. No quería recordar ni echarla de menos. Había sido un idiota, un creído prepotente e infiel. ¿Y qué? Solo tenía dieciocho años. ¡Cindy no podía esperar que estuvieran juntos desde la niñez hasta el fin de sus días! Eso era una locura. ¿O tal vez no?
-¿Quieres tomar algo de la barra? –le preguntó a Taylor, odiándose por no poder parar de pensar en su ex novia.
-Claro. Te invito a una cerveza –propuso ella.
-No, yo invito –dijo él-. Y de cervezas nada. ¿No te apetece nada más fuerte?
La chica se llevó el dedo índice a los labios y mordisqueó la uña de forma sugerente. Le encantaba ese juego y no iba a permitir que fuera él quien llevara las riendas.
-Nos tomamos lo que quieras –aceptó-, pero solo si pago yo. A mí nadie me compra con un trago.
Le guiñó un ojo al decir esas palabras.
-¿Pretendes comprarme tú a mí? –bromeó Dean, que se manejaba sin problemas en aquel tipo de cortejo; la joven asintió-. A mí no me importa venderme, así que vamos a la barra. Voy a pedir algo que te va a encantar.

2 comentarios:

  1. Yo también quiero ir a Columbia! :O Que suerte tiene el imbécil de Dean jajaja
    Veo que sigue siendo el mismo prepotente mujeriego de siempre, aunque el recuerdo de Cindy le atormenta... espero que se arrepienta de todo!
    Un beso y publica pronto! (L)

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  2. ¡Qué interesante ha quedado! Dean es tonto, no merece nada u.u Que le atormente Cindy, que sufra e.e A veces soy mala jajaja
    ¡Un besito!

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