domingo, 25 de marzo de 2012

Más allá del mar - Capítulo 7

-Pues… no sé… -a Cindy jamás se le habría pasado por la cabeza que el joven artista pudiera hacerle semejante petición, por lo que no encontraba las palabras adecuadas para responderle.
¡Claro que quería que la pintara! ¡Sí, sí, sí! El corazón le daba saltos de alegría y emoción por mil motivos distintos a la vez. En primer lugar, el muchacho se había fijado en ella y la consideraba lo suficientemente hermosa como para plasmar su imagen en un cuadro. Tras sus problemas con la comida y tantos años con la autoestima baja, aquel resultaba motivo más que suficiente para hacerla feliz. No obstante, no solo se trataba de eso. Más allá de verla como modelo, Lucas había sabido mirarla como mujer, y eso la hacía sentirse especial, distinta a todas las demás. ¿Por qué quería retratarla a ella y no a aquella chica que paseaba a paso tranquilo mientras comía un helado? ¿O a aquella otra que leía el periódico en el banco? La había mirado y había visto algo en ella diferente y bello, por lo que tal vez, solo tal vez, la atracción que sentía Cindy por Lucas y que la hacía caminar todos los días hasta esa zona del río fuera recíproca.
Sí, iba a dejar que la pintara. Siempre y cuando se le soltara el nudo de la garganta y fuera capaz de decir más de dos palabras seguidas.
-Me encantaría que lo hicieras –logró decir al fin.
El muchacho sonrío.
-¿Cuándo quieres que empecemos?
-Espera que mire mi agenda – la joven intentó bromear, aunque su voz sonó entrecortada y nerviosa-. Cuando quieras. No tengo nada que hacer hasta que comiencen las clases en septiembre.
 -¿Qué tal esta noche? –propuso Lucas; Cindy aceptó de forma tácita, con un ligero movimiento de cabeza-. Ahora mismo tengo que aprovechar el tirón de los turistas para ver si consigo sacarme algún dinerillo, pero no me gustaría ir dejándolo pasar por si acaso cambias de idea.
El comentario jocoso sorprendió a la americana, que se preguntó quién en su sano juicio rechazaría una petición como esa de manos de aquel atractivo joven.
-¿Nos tomamos un café juntos y lo cerramos todo? –sugirió él.
-Genial. ¿Ya?
-Por mí sí. Llevo ya un par de horas pintando sin parar y necesito un descanso. Eso sí, como la pintura está húmeda todavía y tendré que dejar aquí las cosas, no puedo alejarme demasiado del caballete.
-No pasa nada –contestó la rubia-. Podemos tomarnos algo en la cafetería de allí enfrente. Si nos damos prisa y cogemos la mesa de la ventana, podrás vigilar tus cosas a todo momento.
-Muy bien –asintió él-. Vamos corriendo entonces ante de que nos la quiten.
Entre risas, el chico se levantó de su taburete de un salto y se dirigió a grandes zancadas hacia el establecimiento. Cindy se apresuró tras él, casi corriendo para poder seguir el ritmo. Menos de un minuto después, se encontraban sentados a la mesa que acababan de mencionar.
-¿Qué te apetece? –preguntó él.
-No estoy segura. No sé si pedirme un capuchino o un cortado.
-Yo voy a pedir un capuchino. Aquí les añaden un poco de chocolate para hacer dibujos por encima de la espuma y están de muerte. Te recomiendo que lo pruebes.
-Dos capuchinos entonces –decidió ella-. Y un croissant también.
El muchacho no le dio tiempo a ponerse en pie ni esperó a que la rolliza camarera que secaba las tazas en la barra se aproximara a su mesa. Sin previo aviso, se acercó a ella y pidió. Se giró, miró a Cindy y le guiñó un ojo, pícaro. Ella sonrío y le hizo un gesto amenazador con la mano cuando vio que el joven pagaba el pedido de los dos.
-Me parece muy mal lo que has hecho –le regañó cuando Lucas volvió a la mesa y se sentó a su lado-. Ya que eres tú quien va a pintarme sin cobrar nada a cambio, deberías haberme dejado pagar el desayuno.
-No te preocupes por eso, mujer –respondió él-. Siempre es un placer invitar a una chica tan guapa como tú a desayunar. Si por mí fuera te traería aquí todos los días.
¿Lo decía en serio? Cindy no sabía si creérselo, por lo que permaneció unos instantes callada. El joven aprovechó ese tiempo para seguir hablando.
-Además, ninguna modelo posaría gratis para un pintor de poca monta. Cobrarían por derechos de imagen, y ya que tú no vas a hacerlo, creo que es mi obligación invitarte a un café.
Conforme nombró la bebida, la camarera llegó con su bandeja redonda y dejó en la mesa los dos capuchinos, el croissant y una tostada de mantequilla y jamón york.
-Gracias –dijo Cindy.
-Dale las gracias a tu novio, que es él quien te invita –le contestó la mujer, con una sonrisa.
La rubia también sonrió, aunque se hallaba bastante avergonzada.
-Gracias, novio –bromeó.
-De nada, novia –repuso él.
A raíz de aquella broma, el desayuno transcurrió entre dobles sentidos, miraditas y palabras muy bonitas. Cuanto más hablaba con él, o cuanto más lo escuchaba, más se sorprendía de lo culto y atractivo que era Lucas.
 Ya se habían terminado los cafés cuando la chica tomó la palabra y mencionó su cita de esa noche.
-¿Dónde vas a querer quedar esta noche? Tendrá que ser en algún sitio que haya buena luz, porque estará oscuro y no podrás ver bien los detalles.
-Tienes razón –dijo el muchacho, pensativo-. Estoy tan acostumbrado a pintar por el día en la calle que no había pensado que hacerlo de noche no sería una buena idea.
-Si quieres lo dejamos para otro día que no vengas a pintar al río –comentó ella.
Lucas se apresuró a responderle.
-No te preocupes, tengo una solución. Podemos ir a mi casa, ya que allí tengo un equipo de iluminación de infarto. Cuando me inspiro por las noches y no puedo permitir que se me escape una idea, lo hago allí en el salón. Si no te importa, podemos empezar a trazar los primeros esbozos allí. Así de paso podría invitarte a una cerveza o darte algo de picar para que no se te haga tan pesado el tiempo de posar.
Pese a que algo en su fuero interno le decía a voz en grito que no debía ir a la casa de un chico al que prácticamente acababa de conocer, no pudo negarse a su petición. En el fondo, tenía muchísimas ganas de pasar un rato con él y en su casa… bueno, lo que tuviera que pasar, pasaría. Mejor no adelantar acontecimientos.
-Vale, perfecto –se limitó a decir-. Además, en tu casa estaremos más tranquilos que en medio de la calle y eso tiene que ayudar a que te concentres mejor, ¿no?
Lucas soltó una carcajada.
-Sí, tienes razón, estaremos más tranquilos. Respecto a lo de concentrarme mejor… no estoy tan seguro. Me parece imposible estar relajado teniendo frente a mí un bombón como tú.

domingo, 18 de marzo de 2012

Más allá del mar - Capítulo 6


A paso calmado pero constante, las dos chicas y el servicial muchacho que habían conocido a la hora de registrar su llegada y recoger las llaves de su nuevo hogar atravesaron los amplios y anticuados pasillos del edificio Camino.
Sin dejar de mirar a todas partes, embobada para la grandilocuencia de aquel lugar y ese estilo rococó tan poco propio de Estados Unidos, Sienna caminaba a la izquierda del rubio, que no dejaba de parar ni un solo momento. Sin embargo, ella no lograba escuchar ni una sola palabra de las que salían de su boca, y es que, cada vez que veía de reojo aquellos hermosos cabellos dorados, la imagen de Matthew regalándole una preciosa sonrisa se le aparecía ante los ojos.
Por su parte, Abby no despegaba la mirada del chico, que parecía muy animado de poder charlar un rato con ellas.
 -Camino y Founders son las dos partes que componen este gran edificio –explicó Nathan-. Aquí no solo está la sala principal y los despachos de algunos cargos importantes de la universidad, sino que en las plantas superiores están los dormitorios de los alumnos. Camino es la residencia de estudiantes masculina y Founders la femenina. Tan solo las separa este pasadizo en forma de puente. Si no fuera por eso… ¡no sé qué harían los encargados de planta para que no se les fuera todo más de las manos de lo que ya se les va!
Cuando hizo aquel comentario, soltó una carcajada que las dos amigas supieron interpretar bien. Tantos jóvenes recién independizados a tan pocos metros de distancia podía resultar una bomba explosiva.
-Entonces… ¿tú vives en Camino? –preguntó Abby mientras señalaba hacia un cartel con el mismo nombre grabado en él.
-No, qué va –respondió el muchacho-. Camino y Founders son solo residencias para estudiantes de primer año. A partir de segundo curso, cada uno decide donde vivir: en otra residencia, en apartamentos o casas del campus, en San Diego… Yo, por ejemplo, sigo viviendo en el campus, pero por fortuna ya he logrado escapar de la supervisión de los encargados de las residencias. Vivo con mis hermanos de Alfa Omega.
El vuelco de la conversación captó la atención de Sienna, que intervino por primera vez en la charla entre su amiga y el rubio.
-¿Alfa Omega? Eso es una hermandad, ¿verdad?
-Claro, ¿qué va a ser sino? –bromeó Nathan, con su irresistible sonrisa en los labios.
-No sé, creía que esas cosas solo eran material de película. Nunca antes había conocido a nadie que perteneciera a una de verdad –se excusó la española, al mismo tiempo que notaba como sus mejillas se sonrojaban; por más tiempo que pasaba en Estados Unidos, siempre había algo que la sorprendía, algo que la hacía darse cuenta de que le quedaba mucho por descubrir y por experimentar-. ¿Y las fiestas locas en las casas de las hermandades que acaban con la aparición de la policía también son reales?
Aunque quiso hacer que su pregunta sonara como una broma, deseaba saber la respuesta. Las últimas semanas había pasado tanto tiempo dándole vueltas a los kilómetros que la separarían de Matthew y los problemas de volver a comenzar una nueva vida lejos de Nueva York que no se había planteado ninguna de esas situaciones tan características de la etapa universitaria del americano medio.
-No debería deciros esto porque me puede traer muchos problemas si se corre la voz –Nathan bajó la voz hasta pronunciar las palabras a un volumen casi inaudible-, pero la verdad es que sí. Sin duda alguna, los mejores eventos son los que están relacionados con las fraternidades. Eso sí, ¡a ver si os vais a pensar que todo es festejar y hacer locuras, porque no! Formar parte de una hermandad también incluye participar en actos benéficos o prestar apoyo a las diferentes actividades de la universidad, como la orientación de los nuevos alumnos.
-Así que por eso nos estabas ayudando, porque somos parte de tu obra de caridad del mes –se atrevió a decir Abby a la vez que se apartaba un mechón despeinado de la cara.
Nathan la miró fijamente unos instantes antes de decir nada. Al notar el contacto de esos ojos claros clavados en los suyos, la chica se derritió.
-Se podría llamar así –intentó explicarse él-, aunque si no me hubierais parecido tan guapas tened por seguro que no os habría ayudado a saltaros toda la cola.
En este caso, fue Abby la que se sonrojó. Sienna, sin embargo, se echó a reír.
-Muchas gracias por partida doble, entonces. De no ser por ti probablemente habríamos avanzado dos metros en aquella cola interminable de gente.
-No hay de qué, para eso estamos –les guiñó un ojo con picardía.
Subieron unas escaleras, recorrieron un par de pasillos y por fin llegaron a su lugar de destino. Lo reconocieron de inmediato pese a no haber estado nunca en el interior de ese edificio, aunque tampoco resultaba muy complicado: por todas partes, nerviosas y sin dejar de correr de un lado a otro, un montón de chicas de su misma edad buscaban su número de habitación entre el barullo de recién llegadas.
En la misma punta del pasillo, Nathan dejó de caminar y soltó las dos bolsas de mano en el suelo.
-Bueno, hasta aquí puedo acompañaros. El resto de camino es territorio prohibido para ningún chico hasta que las cosas se tranquilicen un poco.
-¿Están permitidos los chicos en las habitaciones? –preguntó Abby, curiosa.
Algunas de las jóvenes que charloteaban en el pasillo se habían vuelto hacia ellos y los observaban sin disimulo. La morena supo sin dudar que no hablaban de ellas precisamente, sino de su acompañante.
-Oficialmente no –dijo este-, sobre todo por la noche, pero las vigilantes de planta suelen ser bastante comprensivas y durante el día no acostumbran a molestar mucho a los visitantes siempre y cuando no se arme ningún escándalo. De todas formas, os recomiendo que os leáis con tranquilidad las normas de la residencia para que no os pillen en un renuncio. Los primeros días son complicados, pero ya veréis como pronto os adaptáis a todo sin problemas.
Las dos muchachas agitaron la cabeza de arriba abajo unos instantes para darle la razón. Después, al mismo tiempo que echaban mano a sus equipajes de mano, se despidieron de él.
-Gracias de nuevo por ayudarnos –señaló Sienna.
-Sí, muchísimas gracias de verdad, Nathan –la imitó Abby, que saboreó cada una de las letras de ese nombre como si se tratara de un delicioso bombón de chocolate.
-De nada, chicas. Si necesitáis cualquier cosa, no dudéis en buscarme. Si preguntáis en la casa de Alfa Omega, me encontraréis enseguida.
Sin más dilación, tras darles un cordial apretón de manos, el chico se dirigió de nuevo a las escaleras y se marchó de allí.
 Conforme lo vieron desaparecer escalones abajo, Abby se abalanzó sobre su amiga y la abrazó, muy emocionada.
-¡Madre mía, Sienna, menudo chico! Creo que me acabo de enamorar.
* * * * *
No se entretuvieron demasiado en hablar del muchacho puesto que continuaban en el medio del corredor, rodeadas por extrañas a las que molestaban con sus maletas y mochilas y que no dejaban de mirarlas de arriba abajo.
A los pocos instantes de ver a Nathan alejarse de allí, las dos se fundieron en un nuevo abrazo, se desearon suerte y se citaron un par de horas después en el mismo punto del pasillo. Había llegado el momento de explorar.
Como su acompañante les había informado, sus habitaciones se encontraban en la misma planta, no a mucha distancia la una de la otra, pero sí separadas por unos cuantos metros.
La habitación número 11, a mano derecha, fue una de las primeras que vieron. Sienna metió la llave en la cerradura y la giró despacio, preocupada por cómo sería su nueva compañera, por la habitación, por volver a encontrarse sola entre desconocidos… asustada por todo.
El portón, de madera en un tono gris metálico, se hallaba desnudo de ningún nombre o identificación personal. El único adorno con el que contaba era el número plateado que había en el marco.
La llave por fin dejó de girar. Con mucho cuidado, Sienna empujó la puerta hacia el interior de la habitación y asomó la cabeza dentro. Nada más hacerlo, respiró aliviada. Su compañera de cuarto aún no había llegado.
* * * * *
A Abby, en cambio, las cosas le pasaron justo al revés. Pese a estar tan nerviosa como su amiga y no dejar de temblar mientras abría la puerta, cuando vio que ya había una ocupante en la habitación, una enorme sensación de felicidad la embargó por dentro.
La sonrisa que apareció en su rostro fue correspondida por la de su nueva compañera, una joven de rasgos asiáticos y una hermosa melena morena y perfectamente lisa que le alcanzaba hasta la cintura. Su piel carecía de granos, pecas o cualquier otra mancha y la hizo pensar en una muñeca de porcelana que le regalaron sus padres mucho tiempo atrás tras un viaje a Italia. Los ojos, alargados y de un negro profundo, estaban delineados con maña para resultar aún más atractivos.
-¡Hola, me llamo Yuri! –gritó la desconocida, dando un salto al frente y abrazando a Abby, que se dejó acoger entre los delgados y delicados brazos de la chica.
-Yo soy Abby; encantada de conocerte –respondió en cuanto se separaron y pudo hablar por fin.
Aunque no se había esperado aquel recibimiento tan efusivo y con nadie más que con Sienna tenía un trato tan cercano, no se sintió molesta ni incomoda. Algo en Yuri le transmitía paz.
-Deja que te eche una mano con las cosas –añadió su compañera, sin dejar de sonreír-. Si tu viaje ha sido como el tuyo, debes de estar cansada.
Agarró una de las maletas de ruedas y la arrastró junto a la cama que quedaba vacía. Abby hizo lo mismo con el resto del equipaje. En cuanto se liberó de tanta carga, se derrumbó sobre el colchón de su nueva cama.
-¿Te gusta ese lado o prefieres este? –preguntó Yuri, señalando hacia el pupitre y la cama que había dejado libre.
-Claro, está genial. No creo en el feng sui ni soy quisquillosa para estas cosas, así que mientras me de bien la luz para estudiar, no tengo más exigencias.
-Sí, ¿verdad? Yo soy igual que tú. Estoy encantadísima con todo: con el edificio, la habitación, las chicas del pasillo… ¡Espera a conocer a algunas! ¡Son una maravilla! –añadió emocionada-. Lo único que no me convence mucho es el armario, pero bueno… no me esperaba nada mucho mejor.
-¿Qué le pasa al armario? –quiso saber Abby, que aún no había tenido tiempo apenas de localizar los distintos muebles del dormitorio.
-En primer lugar eso, que solo hay un armario para las dos, y encima es diminuto. No sé cuántas cosas habrás traído tú, pero yo he venido cargada de ropa hasta los topes, ¡así que no sé que voy a hacer para meterlo todo ahí dentro!
Las dos se echaron a reír a la vez.
-¿Qué te parece si empezamos a sacarlo todo y así vemos el espacio del que disponemos y el que nos falta? –sugirió Abby, a lo que la otra chica no puso ninguna pega.
-Ya estaba en ello cuando has llegado, pero tenía tantas ganas de conocer a mi compañera de habitación que no he podido controlarme y salir disparada a hablar contigo –explicó, con un tono de voz muy dulce.
-Yo también tenía mucha ilusión por conocerte, y sigo queriendo saber todos los detalles tuyos que quieras contarme, así que podríamos aprovechar el tiempo mientras desempaquetamos las maletas para ponernos al día, ¿no?
Las dos sonrieron.
-Sí, tienes razón –Yuri levantó con esfuerzo y gran dificultad una enorme maleta color morada que tiró sobre su lecho y se dispuso a abrir las cremalleras para vaciarla- Cuéntame tú primero, ¿vale? ¿De dónde eres? ¿Cómo has acabado aquí?
-Soy de Nueva York, del mismo corazón de la ciudad. Pero vamos a hablar de ti, que mi vida es muy aburrida y seguro que tú tienes muchas más cosas que contar –se excusó, en un intento de evitar tener que hablar del St. Patrick’s, de los disgustos de los últimos años allí, de sus idas y venidas con Cindy, de Dean…
-¿Aburrida? ¿Pero tú estás loca? ¡La vida es Nueva York nunca puede ser aburrida! ¡Cuéntamelo todo, por favor!
Y, para sorpresa de la misma Abby, sin esperárselo, comenzó a hablar.

domingo, 11 de marzo de 2012

Más allá del mar - Capítulo 5


Salió a la calle con la cabeza bien alta, seguro de sí mismo. Esa noche iba a comerse el mundo. Iba a hacer arder la ciudad.
En menos de una semana, comenzaría las clases y, pese a que haber ingresado en la universidad de Columbia suponía un cambio en su vida, él no lo veía de esa manera. Seguiría viviendo en casa, con la comida en el plato y la ropa limpia sin necesidad de mover ni un dedo. A pesar de haber dejado atrás su etapa de estudiante en el St. Patrick’s, pese a que muchos de sus amigos habían abandonado Nueva York para vivir la aventura universitaria en otras ciudades, para él todo seguía igual.  
Se emparejó el cuello de su camisa de seda negra mirándose en su reflejo pintado sobre la ventanilla de la enorme limusina que lo esperaba frente a su casa. Antes de entrar en el coche, sonrió, con una amplia sonrisa confiada. Estaba perfecto, como siempre. Ni un pelo fuera de su sitio. Nada de ojeras bajo sus hermosos ojos verdes. Y, ante todo, libre de nervios. Pero… ¿quién hubiera esperado lo contrario de Dean Thomson?
Vestido con elegancia, como era habitual en él, y montado en aquel impresionante vehículo, el joven recorría las calles luminosas de la ciudad repasando mentalmente a quién debía buscar en aquella fiesta. Sus compañeros del equipo, el par de amigos del instituto que también estudiarían en Columbia, el par de chicas que no dejaban de mandarle mensajes privados por Facebook desde que se había unido a la red universitaria… La noche era larga y tendría tiempo para todos, de eso no le cabía duda.
Transcurrieron más de cuarenta minutos hasta que la limusina frenó ante aquel lugar a orillas del río Hudson. Desde donde se encontraba, sin bajar del auto, Dean podía ver sin dificultad el antiguo cartel rojo de Pepsi brillando en la noche, una noria y varios puentes que unían Manhattan con los alrededores.
Echó un vistazo desde el interior del vehículo antes de apearse. Cinco arcos de hierros que se alzaban al cielo imponentes antes de volver a bajar al suelo componían la zona donde se celebraba la fiesta de bienvenida a los alumnos de la universidad de Columbia. En torno a estos, había varios puestos de bebidas cubiertos con carpas verdes, azules o blancas dependiendo del tipo de refrigerio que se deseara. Por todas partes, más y más jóvenes corrían, reían y charlaban, agarrados a su Coronita, fumando a escondidas de los policías que comprobaban que el evento no se les fuera de las manos o coqueteando con chicas que tal vez en un par de días se sentarían a su lado en clase de geografía. La magia del comienzo, de la página en blanco del libro de la vida, se respiraba en el aire.
-Buenas noches, soy Dean Thomson –se identificó el muchacho en la entrada a la espera de que le entregaran su pase VIP.
Para su sorpresa, la veinteañera de largo cabello moreno que le atendió ni siquiera lo miró a la cara, como si ser un Thomson en esa ciudad no significara nada. Se limitó a agarrarle la muñeca con sus cuidadas uñas de porcelana y golpearle con el sello manchado de tinta sin ningún cuidado.
-¡Ey, ten cuidado! –exclamó el muchacho, con la indignación pintada en su rostro-. Podrías haberme manchado la camisa.
La chica, mascando chicle con la boca abierta, lo miró a los ojos fijamente antes de echarse a reír. Dean esperaba una respuesta seca a la que poder responder, pero esta nunca llegó, por lo que tras aguardar unos segundos en vano a que se le tratara con el adecuado respeto, cruzó la puerta del recinto y se unió a los cientos, tal vez miles, de estudiantes que disfrutaban de aquella celebración.
Lo primero que vio nada más entrar, además de la marabunta de personas que intentaban bailar en un espacio ocupado hasta el último milímetro, fue a un hombre de unos cuarenta años, con gafas, pelo cano y camisa de cuadros. No lo llevaba escrito en ninguna parte, pero el hijo del magnate del petróleo supo con certeza desde ese mismo instante que a aquella fiesta no solo habían invitado a los alumnos, sino también a los profesores.
Resopló molesto. La idea de codearse con las personas que tendrían que evaluar su trabajo durante el resto del año no le resultaba halagüeña. Además, estaba convencido de que más de uno aprovecharía esa noche ya no solo para codearse con los líderes de las fraternidades más importantes, sino también para hacerles la pelota a los profesores y así allanarse el terreno para ese primer curso.
Él no tenía esa intención en absoluto, puesto que con ser uno de los mejores deportistas del país ya tenía las puertas abiertas a la popularidad y a lo aprobados obligatorios, pero le molestaba ver a los demás arrastrándose por llegar a ser alguien como él. La popularidad no se gana ni se pierde; se nace con ella. Miró a su alrededor de forma altiva y comprobó lo que imaginaba. La mayoría de los muchachos que lo rodeaban no tenían la clase ni el porte necesario; hicieran lo que hiciesen, jamás podrían ser Dean. Pantalones vaqueros rotos y descolgándoseles por la pierna hasta mostrar los calzoncillos, gorras de baseball, camisetas de deporte… ¿Qué creían que era eso, una fiesta del equipo de fútbol?
-Dicen por ahí que en Nueva York, las posibilidades de conocer a un chico y que este sea gay son una de cada tres –escuchó decir a una voz femenina tras él-. Si es atractivo, las oportunidades se reducen a un chico de cada dos. Si encima va bien vestido…
El joven se giró hacia el lugar del que provenía aquella voz y se encontró con su propietaria, una muchacha rubia y de ojos azules, piernas interminables y unas curvas que no tenían nada que envidiar a las de Jennifer López.
-Soy Taylor –entre sus delgados labios pintados color rojo pasión, asomaron unos pequeños dientes blancos-. Ahora es cuando me dices tu nombre y me dices, ¡por favor!, que no eres gay.
Dean se echó a reír.  
-Dean –hizo un amago de tenderle la mano, pero al final decidió hacer un movimiento más atrevido y darle dos besos en la mejilla mientras apretaba a la sugerente chica contra su pecho; a fin de cuentas, estaba en la universidad y tenía que hacer locuras, ¿no?-. En cuanto a lo segundo… ¿tú qué dices?
Taylor sonrió con picardía.
-Pues… la verdad es que las estadísticas no juegan a mi favor.
-No soy gay –respondió Dean, usando su voz más varonil.
Clavó sus ojos claros en el azul mar de la mirada de la muchacha. La mirada, como solían decir las chicas del St. Patrick’s. Había conquistado a muchas mujeres mirándolas de aquella manera. A la monitora de esquí en sus anteriores vacaciones de Navidad, a la profesora de dibujo que les dio clases el último semestre y con quien mantuvo una relación secreta hasta el final del curso, a Sienna, a Abby muchos años atrás… Tantas chicas y tantos nombres que conformaban una lista larga, demasiado larga para los pocos años que aún tenía. Mientras cogía entre sus manos las de Taylor, se percató de que había conquistado y enamorado a todas las chicas que habían pasado por su cama y por su vida. A todas menos a una: Cindy. La rubia del St. Patrick’s, su única novia oficial, su amante apasionada y fiel, había sido la única que había conseguido enamorarlo a él.
Se aproximó al oído de la nueva rubia a susurrarle algo con la intención de trabar conversación y dejar de pensar. El recuerdo de Cindy le había golpeado con más fuerza de la esperada y no tenía ganas de pensar. No quería recordar ni echarla de menos. Había sido un idiota, un creído prepotente e infiel. ¿Y qué? Solo tenía dieciocho años. ¡Cindy no podía esperar que estuvieran juntos desde la niñez hasta el fin de sus días! Eso era una locura. ¿O tal vez no?
-¿Quieres tomar algo de la barra? –le preguntó a Taylor, odiándose por no poder parar de pensar en su ex novia.
-Claro. Te invito a una cerveza –propuso ella.
-No, yo invito –dijo él-. Y de cervezas nada. ¿No te apetece nada más fuerte?
La chica se llevó el dedo índice a los labios y mordisqueó la uña de forma sugerente. Le encantaba ese juego y no iba a permitir que fuera él quien llevara las riendas.
-Nos tomamos lo que quieras –aceptó-, pero solo si pago yo. A mí nadie me compra con un trago.
Le guiñó un ojo al decir esas palabras.
-¿Pretendes comprarme tú a mí? –bromeó Dean, que se manejaba sin problemas en aquel tipo de cortejo; la joven asintió-. A mí no me importa venderme, así que vamos a la barra. Voy a pedir algo que te va a encantar.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Más allá del mar - Capítulo 4


El destartalado taxi que había recogido a las dos chicas a la salida del aeropuerto redujo progresivamente la velocidad hasta estacionar frente a un precioso edificio níveo de aspecto antiguo.
A primera vista, Abby lo habría descrito como el claustro de una iglesia cristiana, aunque para Sienna aquella visión significó mucho más: fue un viaje a través del mar, de regreso a España y su clima cálido. Las fachadas blancas de las casas de la costa, la calma del ambiente y la paz de los pájaros que revoloteaban por el cielo azul al son del romper de las olas en la lejanía… Esos pequeños detalles le hicieron recordar Javea.
Suspiró antes de levantarse del asiento trasero del coche y pisar por primera vez el suelo de la universidad que se convertiría en su hogar durante los siguientes cuatro años. Cuatro años para explorar, experimentar y, siendo realista, para cometer errores, cambiar de opinión y aprender lecciones que nunca pensó que necesitaría aprender.
-Todo esto tiene un aspecto tan familiar… -dijo al fin, mientras sacaba unos billetes del interior de su cartera y pagaba con ellos la mitad del viaje hasta allí.
Abby le sonrió.
-Es increíble, ¿verdad? Todavía no me puedo creer que vayamos a vivir en este paraíso.
Intercambiaron un par de frases al tiempo que se alejaban del vehículo con las maletas tras ellas y se encaminaban hacia el impresionante inmueble de fachada marmórea en cuyo portón rezaba “Camino & Founders”.
Conforme se adentraron en él, vieron al gran número de personas que se apelotonaba en el hall esperando su turno. Jóvenes de su misma edad charlaban animadamente unos con otros en la cola hasta el mostrador de la derecha. Algunos se mordían las uñas o miraban de un lado a otro sin parar, muestra evidente de su nerviosismo. En todas partes, con una enorme sonrisa en los labios, chicos y chicas un poco mayores que ellas se paseaban entre el gentío ofreciendo su ayuda.
Puesto que desconocían dónde debían dirigirse a continuación, se disponían a colocarse al final de la cola más larga cuando escucharon una voz masculina tras ellas.
-Hola, chicas. ¿Puedo ayudaros?
Las dos se dieron la vuelta para descubrir quién se había ofrecido a echarles una mano.
Cuando vieron al chico, Abby abrió los ojos de par en par y por unos segundos se olvidó de respirar.
Ante ella, un joven que rondaría los diecinueve años les sonreía con unos preciosos dientes blancos y cuidados. Lucía su cabello, de un tono castaño casi dorado, arreglado de un modo que a simple vista podría parecer despeinado pero que con más atención delataba haber sido cuidado con mucho esmero para conseguir ese aspecto informal y juvenil. Sus ojos eran verdes con pequeñas pintitas doradas y sus labios finos y varoniles. En pocas palabras, era la imagen mental que Abby tenía de su chico ideal.
Sienna se encargó de responder a la pregunta del muchacho de forma que no se produjo un incómodo silencio entre ellos.
-La verdad es que sí. Acabamos de llegar y estamos un poco perdidas. Según la carta que recibimos, teníamos que venir aquí para que nos indicaran dónde queda nuestra residencia de estudiantes.
-¿Puedo echarle un vistazo a esa carta? –pidió él.
Ambas le ofrecieron el papel para que lo comprobara. El joven tomó entre sus manos primero la carta de Abby, que notó cómo sus mejillas se sonrojaban.
En las hojas, junto a la perorata de bienvenida, constaban sus nombres completos y el centro de estudios de procedencia.
El agradable desconocido se disculpó de ellas y se marchó tras el mostrador, donde con su encantadora sonrisa consiguió convencer a la chica que atendía a los recién llegados para que le dejara usar el ordenador.
Pocos minutos después, regresó junto a ellas.
-Ya está todo arreglado –comentó, sin dejar de sonreír, al mismo tiempo que les devolvía las cartas-. Sienna Davis, Founders Hall, segunda planta, habitación 11.
Le entregó una llave enganchada a un clip desnudo antes de volverse hacia la otra chica y señalarle donde viviría a partir de entonces.
-En cuanto a la señorita Abby Middleton… mismo edificio, misma planta, pero unas cuantas habitaciones más para allá. Dormitorio 25 –la llave que le tendió tenía el mismo aspecto que la otra. 
-¿No podemos compartir habitación? –preguntó Abby una vez que logró recuperar el habla.
-Lo lamento pero no. Sé que es un rollo, pero la universidad no aloja a estudiantes del mismo instituto juntos para favorecer el desarrollo personal de cada uno y esas cosas –explicó él-. De todas formas, no vais a estar muy lejos la una de la otra, ya veréis. Si queréis os acompaño a vuestros cuartos, os enseño un poco a manejaros por aquí y de paso os echo un cable con las maletas.
Ninguna de las dos jóvenes rechazó la oferta. Las maletas pesaban demasiado y necesitaban descansar un poco, además de que la compañía de aquel bombón no les era para nada desagradable. En especial Abby parecía estar muy contenta por semejante ofrecimiento.
-Seguidme por aquí –dijo el muchacho, levantando sin esfuerzo el equipaje de mano de las chicas-. En realidad ya estamos casi. Founders Hall está dentro de este mismo edificio, al otro lado del puente. Por cierto, se me olvidaba presentarme. Soy Nathan, Nathan DeFilippo.

domingo, 4 de marzo de 2012

Más allá del mar - Capítulo 3


Querida mamá:
Tal como prometí, apenas ha pasado una semana desde que llegué a París y aquí estoy escribiéndote mi primera carta. Aunque hablemos por teléfono casi todos los días, hay muchas cosas que no soy capaz de describirte de ese modo tan frío y dudo que pueda incluso hacerlo por escrito.
París es maravilloso. Desde el primer momento en que pisé suelo francés, me enamoré de esta ciudad. El acento del taxista que me recogió en el aeropuerto, el olor a crepe de la calle donde está mi apartamento, la exquisita moda de escaparates y aceras… Eso sin hablar de la imponente Torre Eiffel alzándose en el cielo entre césped y nubes, los campos Elíseos tras la lluvia o las impresionantes escalinatas del Sacre Cour. Sin duda, cuando me diste la oportunidad de estudiar mi primer curso de universidad en la ciudad de la luz, me hiciste un gran regalo.
Llevo toda la semana haciendo turismo por los diferentes lugares emblemáticos de la ciudad y ninguno de ellos me ha decepcionado hasta el momento.
Sin embargo, hay algo que me preocupa y no consigo sacarme de la cabeza: ¿conseguiré seguir las clases en la Sorbona con mi mediocre nivel de francés? Se que estarás pensando que llevo toda la vida estudiándolo y que no lo hablo tan mal, pero siendo realistas hemos de reconocer que jamás lo he puesto en práctica en la vida real. Por ahora he salido del paso en los restaurantes y comercios que he visitado, ya que en todos tienen precios y productos recogidos en algún catálogo o menú. ¿Qué será de mí cuando los profesores empiecen a hablar deprisa y no consiga tomar notas? 
No quiero adelantarme a los acontecimientos, pero cada vez que me paro a pensar, estoy más segura de que no debería haberme cegado por la belleza de Francia. Tendría que haberme marchado a Roma, a casa de los abuelos. Allí me conozco las calles de memoria y el idioma no es ningún problema. Solo que la idea de comenzar una nueva vida por mi cuenta, lejos de la influencia de ser quien soy y que la gente lo sepa, me atraía tanto… Además, cuando Sienna vino a Nueva York también lo hizo sola y le fue muy bien. ¿Por qué no debería ocurrirme lo mismo?
Intentaré no ser pesimista y enfrentarme a cada día con ilusión, como me enseñaron en la clínica. Cada día es un tesoro y debo esforzarme por acostarme cada noche habiendo aprendido algo nuevo.
Espero que todo vaya genial por casa y que estés disfrutando con Christian esas tan merecidas vacaciones. Eso sí, espero que la próxima vez vengas a visitarme, ¿de acuerdo? Me encantaría poder hacerte de guía y llevarte a ver mis lugares preferidos de esta ciudad.
Un beso muy grande. Te quiero,

Cindy

La americana dejó su pluma sobre el escritorio de pino de su cuarto y metió la misiva en un sobre que había permanecido a su lado mientras redactaba el mensaje para su madre. Pasó la lengua sobre la solapa del sobre para cerrarlo, escribió en un lado la dirección de la cantante en un lado y la suya propia en el otro. Nada más hacerlo, cogió su bolso negro, dejó caer la carta dentro y se miró en el espejo.
Un año antes, la imagen que encontró en la superficie pulida la habría sorprendido y habría asegurado que esa no era ella. No obstante, esa vez le hizo sacar una sonrisa.
Su rostro, pálido y más delgado de lo habitual, demacrado, no se encontraba oculta bajo una gruesa capa de maquillaje y colorete. Llevaba su larga melena rubia recogida en una coleta con una goma del pelo fucsia y su atuendo, lejos de sus hermosos vestidos de marcas carísimas, se resumía a unos vaqueros desgastados y un jersey de punto color crema que terminaba a media manga.
Se aplicó un gloss rosado sobre los labios y culminó su look con una graciosa boina de lana negra que contrastaba con sus ojos y su cabello. Contenta con el resultado, salió del pequeño apartamento y bajó las escaleras del edificio a gran velocidad.
Saludó a la vecina del segundo, que barría su portal como de costumbre, y se cruzó en el último tramo con los niños de la pareja del quinto, que se disponían a regresar a casa llenos de barro con un balón de fútbol en la mano.
Cuando se vio en la calle, no tuvo dudas de hacia dónde dirigirse. Como todas las mañanas, emprendió el paso hacia la orilla del Sena.
Desde su llegada a París, había paseado por esa zona cada día y había disfrutado de los rayos del sol que se reflejaban en el río. La primera vez se había acercado allí porque el Sena, con sus barcos y sus turistas fotografiándose en cualquier parte, le recordaba al Hudson y a Nueva York, aunque pronto había encontrado un motivo diferente. Los pintores. Le encantaba pasear bajo los árboles de la orilla derecha y contemplar los retratos de turistas, los paisajes y los sueños que aquellos artistas callejeros recogían en sus lienzos.
Pese a no tener prisa, se percató de que caminaba a un ritmo más veloz de lo habitual, lo que la hizo sonrojarse. ¿A qué se debían esas carreras?
Intento reducir la velocidad y disfrutar de la calma de aquella mañana de agosto. Los pajarillos piaban entre las ramas de los árboles, los niños jugaban con sus amigos en el césped y las parejas compartían arrumacos y caricias en las mesas de cualquier café. Aquel día sería perfecto.
Pasó de largo a los primeros pintores tras detenerse unos segundos a contemplar sus obras y es que, aunque intentara negarlo, tenía un objetivo muy concreto.
Un poco más allá, entre el hombre de larga barba blanca y el kiosco de prensa, estaba él: Lucas.
Nada más verlo, una sonrisa se pintó en sus labios.
El chico, un joven de no más de veinte años, parecía muy concentrado en la imagen que trazaba con su brocha: Nôtre Dame, su enorme rosetón, las dos torres y la interminable aguja que surgía tras él.
Cindy se quedó quieta a unos metros de él y lo observó en silencio. Sus largos cabellos castaños recogidos en un moño despeinado al mar puro estilo latino le habían resultado muy curiosos la primera vez que se encontraron. Los ojos, del mismo color, brillaban ilusionados ante el dibujo que salía de sus manos, con una chispa de magia en ellos. Probablemente esa magia fue la que hizo que se fijara en él.
El joven debió notar que alguien lo miraba, puesto que volvió la cara hacia Cindy en ese mismo momento. Al verla, también él sonrió, mostrando unos dientes blancos y brillantes.
-¡Bonjour, Cindy! –exclamó en francés con su voz profunda y masculina, como la de Dean.
La americana se mordió el labio instintivamente al pensar en su antigua pareja. ¿Por qué cada día encontraba un motivo para acordarse de él? En la clínica le habían dicho que debía distanciarse de él, romper cualquier tipo de contacto o relación, puesto mientras que no superara su crisis del todo, el chico no haría más que recordarle su problema una y otra vez. Había creído que sería fácil, pan comido, pero con el paso del tiempo fue dándose cuenta de que no era posible borrar de un día para otro el amor de toda una vida.
Por suerte había conocido a Lucas. Cuando el muchacho le dirigió la palabra durante su tercer día en la ciudad, Cindy calculó mentalmente que era la tercera persona con la que hablaba en francés desde su llegada a París. En concreto, antes que con él, solo había charlado con el casero que le arrendó el piso y con la panadera de la esquina.
Habían comenzado a hablar de pintura, de cuadros, artistas y museos, y habían acabado intercambiando sus nombres y teléfono. Y, a partir de ahí, habían empezado a verse a diario. Se podría decir que el joven pintor era su primer amigo francés.
-Bonjour, Lucas –respondió ella, notando como las mejillas le quemaban.
-¡Qué alegría que hayas venido hoy tan pronto! –señaló él, dejando reposar el pincel sobre la paleta de colores.
-¿Alegría por qué? –quiso saber la rubia, coqueta.
-Llevo toda la noche pensando en ti –le contestó el pintor.
Cindy se sonrojó aún más y agachó la vista para conseguir calmarse sin que esos ojos marrón chocolate la devoraran.
-Se me ha ocurrido una cosa, una sorpresa para ti, y tenía ganas de comentártelo para poder empezar con ello hoy mismo –explicó; la chica lo miró con curiosidad-. ¿Qué me dirías si te pido que me dejes pintarte?

Más allá del mar - Capítulo 2

Tras cinco interminables horas de vuelo, el avión comenzó su descenso sobre la ciudad de San Diego. Abby, que había ganado el asiento de ventanilla después de sortearlo a “piedra, papel, tijera”,  pegó su cara al diminuto cristal que las separaba del cielo.
-¡Vaya! –exclamó, ilusionada-. Esto es enorme.
En el butacón de al lado, Sienna abrió los ojos y estiró los brazos para desperezarse. Giró el cuello un par de veces hacia los lados para destensarlo antes de imitar a su compañera y ojear el territorio bajo sus pies.
-Creía que después de pasar toda la vida en Nueva York no me sorprendería al ver una ciudad de estas dimensiones, pero estaba convencida de que San Diego no era más que un pueblo –confesó Abby.
Sienna sonrió al escucharla. Una vez más, compartían un mismo pensamiento. Le sorprendió ver la cantidad de edificios y parques que contenía esa ciudad. Sobrevolaron por encima de muchas calles y, cada vez más bajo, casi pudieron ver a la gente que dormía en sus dormitorios en las pequeñas casitas unifamiliares que dejaron atrás. Y, lo mejor de todo, allá al fondo, el mar.
El aeropuerto, sito junto a un puerto deportivo, las esperaba con los brazos abiertos mientras acogía en su pecho a miles de barcos de distintos tamaños y colores. Después de tantos meses planeando el viaje y preguntándose cómo sería el momento de su llegada a California, por fin podrían descubrirlo.
-Todavía no entiendo por qué San Diego –comentó la española mientras miraba de reojo a las azafatas que daban las últimas órdenes a los pasajeros-. Podrías haber estudiado donde quisieras, en cualquier universidad de la Ivy League, y has decidido una universidad cualquiera al otro lado del país. A veces pienso que estás loca.
Su amiga soltó una carcajada que fue acallada por el golpe de las ruedas del avión al tocar suelo.
-Y tú a veces pareces mi madre –se quejó entre bromas-. La Ivy League, la Ivy League… A fin de cuentas, ¿qué es la Ivy League? Solo son ocho universidades en las que los deportistas se matan por entrar, nada más.
-¿Nada más? Son las mejores ocho universidades de los Estados Unidos, las que mayores convenios de prácticas tienen con las grandes multinacionales y las únicas que te garantizan un puesto de trabajo cómodo y estable una vez que te gradúas. Yale, Princenton, Harvard… ¡incluso Columbia! Estaba convencida de que te quedarías en esa para vivir cerca de casa.
-Quién sabe más adelante –reflexionó Abby-… Ahora mismo solo sé que quiero vivir la vida, experimentar nuevas sensaciones y aprovechar el tiempo al máximo. Cuando acabe la carrera y estudie un máster sí quiero hacerlo allí, pero por ahora prefiero mantenerme al margen de sus exigencias y trabajo duro. Espero que por haber rechazado a las seis que me aceptaron no me pongan en la lista negra.
Conforme hablaban, el resto de pasajeros se había puesto en pie para sacar las bolsas de mano del compartimiento superior de la cabina. Las dos jóvenes hicieron lo mismo y, en cuanto tuvieron su bolso y la maleta de mano con ellas, se dirigieron, en marabunta tras sus compañeros de viaje, a la salida del avión.
Se despidieron de los miembros de la tripulación que encontraron en la puerta y echaron a correr ilusionadas por la pasarela que conectaba la aeronave con la terminal. Sin dejar de hablar y de observar a todas las personas que encontraban a su alrededor, se dirigieron a la cinta de recogida de equipaje y esperaron a que sus maletas salieran. Por fortuna, la de Abby fueron las primeras en aparecer y la maleta rosa chicle no tardó mucho más en verse a lo lejos recorriendo la cinta.
Sin más dilación, abandonaron el aeropuerto y pisaron las calles de California por primera vez.
-¡Madre mía! –silbó Abby, presa de la emoción-. Esto se pone cada vez mejor.
La brisa marina les pegó en la cara al mismo tiempo que escucharon una gaviota chillar en el cielo, volando a escasos metros de sus cabezas.
-¿Sabes lo más raro de todo? –dijo Sienna, mientras levantaba la vista al cielo y abría los brazos para permitir que el sol comenzara a acariciarle la piel-. Pensar que no está Gary ahí fuera, esperando para recogernos, ni tampoco ninguna limusina que nos lleve a donde queramos sin tener que pagar nada. Se me hace extraño aceptar que a partir de ahora somos dos chicas más, normales y corrientes como las demás.
-Nada de privilegios ni tratos especiales por ser quien somos –una sonrisilla se coló en los labios de la chica de gafas.
-Solo nosotras, Abby y Sienna, del corazón de la gran manzana a las costas del Pacífico, lejos de todo y de todos.
Las dos sabían a qué se refería. Ninguna de ellas pudo dejar de pensar en lo que dejaban atrás, por lo que Abby tuvo que cargarse de optimismo antes de tomar la palabra y pasar un brazo por encima del hombro de Sienna:
-Bienvenida al resto de tu vida –bromeó en un intento de hacer sonreír a su amiga.
Sin embargo, sus palabras no habían ido muy desencaminadas. Por más que lo hubiera dicho en broma, aquella llegada a San Diego significaba ni más ni menos que eso, el principio de una nueva vida que ninguna de las dos podía ni tan siquiera imaginar.