lunes, 31 de enero de 2011

Capítulo 55

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domingo, 30 de enero de 2011

Capítulo 54

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viernes, 28 de enero de 2011

Capítulo 53

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miércoles, 26 de enero de 2011

Capítulo 52

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lunes, 24 de enero de 2011

Capítulo 51

        
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domingo, 23 de enero de 2011

Capítulo 50

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viernes, 21 de enero de 2011

Capítulo 49

Tras el encuentro con Dean en la heladería, Sienna estaba confusa. Cuando llegó a casa el domingo por la noche, se apresuró a conectarse al Messenger para contarles a sus amigas todo lo que había ocurrido, pero ya era tarde y todas se habían marchado a dormir. Apagó el ordenador y se tumbó sobre la cama.
Antes de volar a Estados Unidos, Sienna había conocido a muchos chicos. No era la primera vez que se fijaba en un joven con novia, como tampoco era la primera vez que un chico le aseguraba que iba a cortar su relación por ella, dándole alas a la esperanza de estar juntos algún día. Hasta entonces, nunca había creído esas promesas y había hecho bien. A la mínima señal de estar entrometiéndose en una relación de pareja, Sienna desaparecía, con la certeza de que ningún chico que mereciera la pena engañaría a la persona a la que supuestamente amaba. Sin embargo, ahora comenzaba a dudar.
Dean no había expresado en ningún momento sentir por ella nada más que amistad. Sí, tonteaban mucho y le decía cosas muy bonitas cuando estaban solos, pero eso no significaba nada. Tras ese beso frustrado el primer día de clases, no había mostrado ningún tipo de interés romántico por ella y, con el paso del tiempo, Sienna se empezaba a plantear si ese instante en que casi se besaron no formaba parte de su imaginación. Sin mostrar un interés especial, le había confesado sus verdaderos sentimientos hacia Cindy, le había ayudado a comprender por qué actuaba del modo en que lo hacía.
A pesar de las advertencias de Abby y de las lamentaciones de Cindy, confiaba en Dean. Sabía que no había excusa para que el chico engañara a su amiga, para que no la respetara y le hiciera pasarlo mal tantas veces. Y aún así se encontraba tumbada en la cama con una sensación en el pecho que le indicaba que lo entendía, que aceptaba todo lo que Dean había hecho para lograr sentirse vivo, para ser feliz.
Al mismo tiempo, albergaba la ilusión de que las cosas cambiaran. Si Dean no estuviera con Cindy, si no hubiera ninguna chica más… ¿podría ella…? ¿Querría él…?
Se enfadó consigo misma por encontrarse en la misma tesitura que todos los domingos desde que llegara a Nueva York: dándole vueltas a todo y comiéndose la cabeza. Se le vino a la mente el rostro de Merche riñéndola, con un dedo amenazador en el aire: “no te ralles tanto por tonterías que un día te va a salir una úlcera”. Una risa se le escapó de entre los labios.
Se levantó de la cama y cogió el reproductor de música. Tenía ganas de que las canciones la liberaran y la hicieran olvidar. “Mañana será otro día”. Lo que tuviera que pasar… ya pasaría.
* * * * *
 En otro lado de la ciudad, Cindy lloraba desconsolada, abrazada al enorme almohadón de plumas. Varios miembros del servicio se acercaron a comprobar que se encontrara bien. Los echó fuera de su cuarto con un gruñido sin palabras, un grito cansado y herido.
Se preguntaba qué debía hacer, cómo comportarse al día siguiente. Se sentía traicionada, dolida, engañada por dos personas a las que, de formas diferentes, apreciaba. La traición se repetía y esta vez no quería equivocarse.
* * * * *
La mañana de aquel lunes de septiembre llegó cargada de ilusión, repleta de esperanza. Mientras Sienna se arreglaba frente al espejo del cuarto de baño, intentaba organizar sus sentimientos. Con un poco de maquillaje ocultó un granito que le había salido en la frente y procuró deshacerse de la idea agridulce de que, tal vez ese mismo día, Dean volviera a estar soltero. Dulce para ella, amarga para Cindy.
Se calzó unos zuecos grises de tacón para acompañar al vestido del mismo color que llevaría al colegio. Por si las moscas, quería lucir tan guapa como fuera posible. Se anudó el pelo en una cola alta, con esmero, y decoró el peinado con una bonita diadema negra con un enorme lazo. Una vez que la imagen del espejo le pareció adecuada, agarró el bolso y salió a la calle.
Conforme caminaba hacia la escuela, agradeció que los tacones le impidieran moverse más rápido, ya que de lo contrario sus ganas de volver a ver a Dean la hubieran hecho llegar a clase la primera. A su alrededor, todo parecía normal. Unos niños charlaban animadamente en la puerta, una chica hablaba por teléfono antes de apagar el móvil y cruzar las puertas del edificio. Nadie parecía sentir, como ella, que aquel día podía ser especial, único.
Llegó a la puerta de la clase. Antes de entrar, se colocó un poco el vestido y estiró bien el cuello para aparentar más altura. En el interior del aula ya había algunos alumnos. Ni Dean ni las primas habían llegado, por lo que se sentó en su pupitre y dejó las cosas sobre la mesa. Poco a poco la clase se fue llenando. Lauren, con cara de cansancio, pasó junto a su mesa y la saludó con poca energía. Cuando la profesora de la primera clase llegó, sus amigos seguían sin venir.
La mañana fue avanzando tranquila y monótona. Sin poder hablar con Cindy ni observar con disimulo a Dean, a tan temprana hora no había mucho más que hacer que no fuera luchar contra las palabras arrulladoras de los profesores que pretendían dormirla.
Cuando My Way de Sinatra anunció el tiempo del recreo, el profesor fue el primero en abandonar el aula, apresurado para no retrasar el comienzo de una reunión del departamento. Al igual que el resto de sus compañeros, Sienna echó mano al bolso para extraer el almuerzo. Notó una presencia tras de sí, pero antes de poder girarse a descubrir de quién se trataba, dos manos le taparon los ojos.
-Adivina quién soy –la voz del cantante, tan alegre como siempre, lograba sacarle la primera sonrisa de la mañana.
-¿Eric? ¿Paul? ¡No, espera, espera! ¡Eres el señor Richmond! –exclamó Sienna, de broma.
Matthew la soltó. Fingiendo indignación comentó:
            -¿Qué pasa, que tengo voz de tener sesenta años o qué?
            Sienna observó de reojo que Dean también había llegado a clase. Seguramente habría tenido que trabajar con su padre. El joven le sonrió con cariño desde su mesa, donde se encontraba descargando una mochila repleta de libros.
            La joven volvió la cara hacia Matthew para continuar la broma. Apenas había comenzado a hablar cuando, tras del chico, vio aparecer a sus dos amigas, tan calladas como de costumbre.
            Cindy se dirigió con paso rápido hacia ella. Sienna levantó la mano para saludarla, pero no le dio a tiempo. Su amiga, seria y con aire enfadado, había alzado también su mano, aunque no precisamente para saludarla. Sin mediar palabra y ante gran parte de los alumnos del último curso del St. Patrick’s, Cindy le dio una bofetada.

miércoles, 19 de enero de 2011

Capítulo 48

Al llegar a la parada del metro, el chico ya la estaba esperando. Esta vez no vestía traje y corbata como la semana anterior, sino que lucía unos vaqueros oscuros y una camiseta verde grisácea de manga corta. No se había afeitado y la barbita corta y descuidada que comenzaba a aparecer en su cara le confería un aspecto desenfadado, informal.
Mientras caminaba, aproximándose al muchacho, Sienna pensó en el aspecto que debía tener. Con sus mallas de deporte, una camiseta gris de tirantes cruzada a la espalda y el pelo recogido en una coleta no debía estar demasiado atractiva. Y si a todo eso le sumaba que había estado haciendo deporte y no se había duchado todavía… ¿Cómo se le había ocurrido quedar con él de esa forma? Tenía que estar loca, si ya se lo decían sus amigas siempre.
Llegó a su altura y el chico se acercó a recibirla. Tomó su mano y la besó, como los príncipes de película. Sienna se ruborizó. Tras un breve saludo, se alejaron de la boca de metro a paso rápido, sin mirar atrás. La chica temía que a su amiga se le ocurriera salir a la calle y los encontrara juntos. Él notaba el cuerpo tenso de Sienna y no quería que los nervios destrozaran su encuentro. Ese día tenía que ser especial, estaba convencido de que lo conseguiría.
La heladería no estaba muy lejos de allí, aunque sí lo suficiente como para no encontrarse en el mismo barrio de la casa de Cindy. El suelo estaba decorado con baldosas rojas, blancas y grises que aportaban un aire juvenil y fresco al lugar. La luz entraba de lleno a todos los rincones de la heladería a través de las paredes, enormes ventanales de cristal que permitían contemplar la calle mientras se saboreaba una copa de helado.
Dean pidió un blanco y negro de café con vainilla, Sienna una tarrina de leche merengada. Se asombró de que en esa heladería tuvieran ese sabor, ya que creía que en Estados Unidos sólo encontraría helado de vainilla con cookies o de chocolate. Tomaron asiento en una de las pequeñas mesas redondas junto a la ventana y comenzaron a degustar sus helados sin hablar demasiado.
Desde la ventana, vieron a una chica de unos treinta años salir del gimnasio al otro lado de la calle y entrar en el establecimiento. Cuando abandonó la heladería, llevaba entre las manos un cucurucho enorme con cuatro bolas de helado de diferentes sabores y que pesaba más que su bolsa de deporte.
Sienna dio un codazo discreto al chico por encima de la mesa para que la viera. Una vez la joven estuvo fuera de su vista, los dos se echaron a reír.
-Así va a recuperar todo lo que haya perdido haciendo deporte –se burló él.
-Oye, pero así se sentirá menos culpable de estar comiéndoselo. Ya ha rebajado calorías antes para poder permitírselo.
Continuaron bromeando acerca del asunto un rato hasta que el chico se puso serio y confesó a Sienna el motivo por el que se había citado con ella.
-Verás… ¿recuerdas que el otro día me preguntaste que por qué todos los trabajadores del museo parecían conocerme? Yo te conté que solía ir con mi madre cuando era pequeño y que me encantaba.
-Sí, me acuerdo –afirmó la chica.
-Bueno, hay algo más que no te conté –permaneció en silencio unos segundos antes de pronunciar unas palabras que marcarían un antes y un después en Sienna-. Dejé de ir al museo porque mi madre murió.
* * * * *
Dean le habló de la muerte de su madre, años atrás. Le describió como el cáncer, tras largos años de ardua lucha, se la había arrebatado, dejándolo solo con su padre. Con los ojos húmedos, serio, le explicó cómo había cambiado su vida desde ese día.
-Hasta entonces había sido un niño feliz que tenía todo lo que quería, pero cuando ella se fue, ya nada lograba sacarme una sonrisa. Me vi atrapado en los negocios de mi padre, que me utilizaba como señuelo para conseguir más ventas mostrando nuestro duelo. Al caer la noche, él se encerraba en su habitación y se negaba a cenar o a ver una película conmigo. Me culpaba por haber compartido con ella tantos momentos especiales en los últimos años cuando él no había podido hacerlo. ¡Como si fuera mi culpa que él siempre estuviera ocupado!
Sienna lo escuchaba ensimismada. La historia, pese a ser distinta a la suya, le era familiar. La pérdida de su madre, el padre alejándose y tornándose un ser gruñón y solitario, el dolor del chico.
El joven continuó contándole cosas, cómo había avanzado su vida y cómo había visto que la única forma de lograr el perdón de su padre por algo de lo que no tenía culpa alguna era trabajar para él. Por ello había dejado de disfrutar de su juventud para convertirse en un hombre de doce años, un niño vestido de mayor, con traje y corbata, un niño inmerso en un mundo de adultos que se le quedaba grande. Ahora, con diecisiete años, se lamentaba por haber desperdiciado su vida, por comprender que ese tiempo de travesuras, de salir con los amigos o de quedarse en casa jugando a la Play jamás volvería. Se sentía atrapado por un mundo del que no era capaz de escapar, atrapado por un trabajo que no le gustaba ni le llenaba.
Con cada palabra de Dean, Sienna se iba sintiendo más unida al chico, como si estuvieran ligados por un vínculo invisible más fuerte que la amistad, más fuerte que cualquier otro sentimiento. El dolor.
-Cuando apareció Cindy, confié en que todo cambiaría. Siempre habíamos ido juntos a clase, pero hasta ese momento, a pesar de tenerla delante, nunca la había visto de verdad. Empecé a fijarme en chicas y ella fue la primera que me llamó la atención. Era guapa, simpática, amiga de sus amigas. Siempre feliz, con una sonrisa en los labios. Y además, tan divertida… siempre lograba sacarme una sonrisa, hasta en los días en que más ganas tenía de venirme abajo. Ella era mi motivo para levantarme cada día, la razón de que quisiera ir a clase y no me quedara pegado a las sábanas de mi cama. Cindy era una brisa de aire fresco, la libertad fuera del trabajo y de los problemas con mi padre. Ella era mi vía de escape.
Lo escuchaba, dolida, herida por el caudal de sentimientos que el chico enumeraba respecto a su novia. Consideró cuánto le gustaría poder abrazarle y decirle que lo quería. Por desgracia, no podía y tenía que consumirse escuchando cómo alababa a su amiga. Le mataba escucharlo, igual que le mató verlos besarse en la puerta del colegio esa misma semana, igual que le mataba pasar por su lado en la escuela delante del resto de compañeros de clase y que él no la saludara, ni siquiera la mirara. Y ahí estaba, en una heladería coqueta y pequeñita, aislados del ajetreo de la ciudad por un cristal que los separaba del mundo, escuchando al chico que le gusta hablar de otra, sin poder decirle que se moría de ganas de estar con él, sin poder confesarle que se pasaba las clases observándole de reojo para que Cindy no la viera. Le encantaría que él dejara de nombrar a su novia y que hablara de ellos dos, que le dijera las mismas cosas que ella quería confesarle. Pero todo se trataba de un sueño, de una fantasía. La realidad era bien distinta.
Dean continuaba hablando, escupiendo cada palabra como si se excusara ante Dios, sin importarle que ella pudiera no estar escuchándolo o pudiera estar sufriendo.
-Y entonces todo se fue al garete. Su madre quiso presentarnos como pareja y mi padre no dejaba de darle vueltas a todo, a nuestra vida, a nuestro futuro. Acabábamos de empezar y ya era todo muy serio, muy formal y yo notaba que me ahogaba, que tanto plan me agobiaba. Necesitaba mantener esa libertad que sentía cuando estaba con Cindy, pero cada vez que la veía me sentía presionado, controlado, como si cada paso que diera estuviera decidido por nuestras familias de antemano, como si, hiciéramos lo que hiciéramos, nunca pudiéramos ser simplemente ella y yo. Por eso lo hice. Ni siquiera lo pensé. Me acerqué a Abby en una fiesta y la besé. Deseaba sentirme libre, rebelde, una última vez más. No sé por qué lo hice ni por qué la escogí a ella. Igual porque siempre me había puesto ojitos y estaba convencido de que no me rechazaría. No lo sé. Sólo sé que lo hice y fallé. Le fallé a Cindy y me fallé a mí mismo. Desde entonces he intentado dejarla, porque cada vez que la miro recuerdo aquel día, recuerdo la tristeza, a mi padre, la muerte de mi madre, el trabajo, los agobios. Cada vez que la miro me lleno de energía negativa. No quiero estar más con ella, por mucho que la aprecie y que en el fondo la quiera.
Agachó la cabeza, agotado de tanto hablar y de tanto sentir. Sienna creyó entrever una lágrima recorriéndole la mejilla y deslizándose por su cuello. Llevó su mano derecha hasta ella y la atrapó entre sus dedos, acariciándole el cuello con cuidado al tiempo que secaba la lágrima. Él atrapó la mano de Sienna entre las suyas y la colocó en su rostro, sobre su mejilla. Levantó la cabeza y clavó sus preciosos ojos claros en los de la chica.
Sienna se sintió caer, caer, caer. Cayó en los ojos de Dean, en su mirada sincera, más real que nunca antes. Descubrió en ella un chico de carne y hueso, un chico con más que una fachada, más que ese aire creído y bromista que lo caracterizaba. Cayó en sus ojos y en su dolor y comprendió que el lazo que acababa de unirlos no los dejaría separarse jamás.
* * * * *
Al otro lado de la calle, una sombra los observaba, oculta por el vaivén de los coches y de los transeúntes que salían del trabajo. Los contempló en silencio intentando dar un diálogo a esa escena muda que estaba presenciando. Cuando se miraron, pese a la distancia, pudo apreciar el brillo en sus ojos. Se marchó por donde había venido, con la cabeza agachada y el rostro empapado. Cindy estaba llorando.

lunes, 17 de enero de 2011

Capítulo 47

-¡Hola, cariño! –Bianca abrazó a su hija, muy emocionada.
Sienna las observaba desde el último peldaño de la escalera, petrificada por mil emociones que se entremezclaban en su interior.
En primer lugar, la sorpresa. Bianca nunca había sido su cantante preferida ni llevaba sus canciones en el reproductor de música, pero todo eso no quitaba que fuera un ídolo de masas, uno de los personajes más reconocidos y queridos del mundo de la canción. Cuando la vio allí, frente a ella, fue consciente por primera vez del tipo de gente con que se estaba codeando, de cuánto había cambiado su vida… y cuánto estaba aún por cambiar. La inesperada aparición de la diva le planteaba muchas preguntas acerca de cómo actuar: ¿qué hacía? ¿La trataba como si nada, le hablaba como si no supiera quién era? ¿O se tiraba encima de ella a alabarla y le pedía una foto?
Al mismo tiempo, presenciar el reencuentro de Cindy y su madre había despertado sus recuerdos, memorias de momentos felices junto a su madre. Lo había pasado tan mal cuando la perdió, había sufrido tanto, que sus amigas evitaban las relaciones demasiado cariñosas con sus propias madres cuando Sienna estaba delante. Le molestaba esa actitud protectora y solía enfadarse con ellas por ese motivo, pero ahora comprendía que sólo pretendían ayudar. Lo habían conseguido. Ver ese abrazo tan intenso, la sonrisa que se pintaba en los labios de madre e hija al tocarse… le dolía y no podía evitarlo.
Por fortuna, no debió meditar ni deambular en sus pensamientos mucho más tiempo, puesto que Bianca soltó a su hija y desvió sus ojos a la escalera, a ella. Sienna bajó el último escalón y se acercó a las dos, forzando una sonrisa.
-Tú debes ser Sienna –dio unos pasos al frente y la abrazó con cariño, sin esperar ninguna respuesta.
-Sí. Encantada de conocerla –respondió, avergonzada.
-Cindy me ha hablado muchísimo de ti, así que yo sí que me alegro de conocerte –al escuchar esas palabras, Sienna se sonrojó-. Hacía tiempo que no estaba tan contenta con una amiga como lo está desde que os habéis conocido.
-¿Te quedas a comer con nosotras, mamá? –interrumpió Cindy, en un intento de recuperar la atención de su madre.
-Pues no lo sé. Sabes que esta noche tengo una actuación en el Madison Square Garden y no debería retrasarme mucho en llegar.
-¡Pero si aún son las 3! –refunfuñó la rubia-. No pongas ninguna excusa, si no te quedas a comer es porque no quieres. ¿O es que has quedado con otra persona? Igual mañana me entero por las revistas de que estás saliendo con otro chico de veinte años. No sería la primera vez.
Las palabras quedaron flotando en el aire, cargadas de rencor. El momento dulce y tierno a la entrada de la casa se había visto reemplazado por un enfrentamiento verbal comenzado por la hija.
-Venga, no te enfades, cariño. Esta vez no es por eso, sólo tengo un poco de prisa por la sesión de fotos previa al concierto, el maquillaje, la prueba de vestuario, el último ensayo… ¡Ya sabes cómo van estas cosas!
La miró fijamente, con la esperanza de que Cindy fuera comprensiva. No lo consiguió, por lo que decidió dar su brazo a torcer.
-De todas formas, tienes razón. Me da tiempo a comer algo rápido con vosotras si no hay que esperar mucho –añadió.
-Ya estará preparado todo. He bajado hace un rato para pedir que se pusieran manos a la obra –señaló Cindy.
-Entonces no hay más que hablar. Como con vosotras. Estaría muy feo que no lo hiciera teniendo en casa a esta invitada tan especial. ¿Vamos para el salón?
Dejó la bolsa de deporte tirada en el recibidor y se encaminó al enorme salón principal. A un lado, rodeada de discos de oro, plata y platino enmarcados en las paredes, la mesa las esperaba, repleta de platos que desprendían deliciosos aromas.
Cindy se acercó a una silla junto a la que presidía la mesa e indicó a Sienna que fuera a la de enfrente de la suya. Tomaron asiento rápidamente mientras Bianca, con su look deportivo y unas ojeras de vértigo, ocupaba la silla en la esquina de la larga mesa.
Sienna contempló los diversos platos que tenía frente a ella. A diferencia de la casa, lujosa hasta en los más pequeños detalles, la comida no parecía ser de autor. Bandejas de chuletas de cerdo, panecillos de sésamo (bagels, tal y como le explicaría Cindy más tarde) rellenos de salmón y queso untado, sopa de tomate y almejas y ensalada Waldorf (continuaría informándole su amiga) compuesta de manzana, apio y frutos secos bañados en mayonesa. No tenía demasiada hambre ni sabía si le gustarían la mayoría de cosas que le ofrecían para comer, pero eso no era impedimento para que se emocionara. Iba a ser su primera comida familiar desde su llegada a Nueva York.
Ya había alargado la mano para tomar uno de los panecillos cuando Bianca la frenó.
-¡Espere, señorita! Todavía no hemos bendecido la mesa.
El rostro de asombro de Sienna resultó evidente para madre e hija, que se echaron a reír.
-Nunca has dado las gracias antes de comer, ¿verdad? –se interesó Cindy.
-No… bueno, sí. En Acción de Gracias. Lo celebrábamos todos los años mientras mis padres estuvieron juntos, como recuerdo de nuestros orígenes, pero el resto de días del año no lo hemos hecho nunca –comentó.
-¿Quieres hacerlo tú? –le preguntó la cantante.
-No sé… Preferiría que lo hicierais vosotras –contestó, escueta, Sienna.
-Está bien; ya me encargo yo – Bianca no insistió mucho; unió sus dos manos en gesto de rezo-. Gracias señor, por permitir que mi hija y yo nos reunamos hoy para comer y que podamos pasar tiempo juntas. Te agradezco también que trajeras a Sienna a su vida y que hayas hecho que las dos chicas sean tan buenas amigas. Creía que mi niña se volvería una vieja amargada sin amigas verdaderas hasta que apareció ella y…
-¡Mamá! –interrumpió Cindy.
-Y nada, muchas gracias por estos sabrosos alimentos que vamos a tomar –separó las manos y cogió el tenedor-. ¡Que aproveche!
Comenzaron a comer tranquilamente, al mismo tiempo que charlaban. Bianca se interesó por la vida de Sienna en España y por su familia. Dejó el tema en cuanto vio que la chica no quería dar detalles sobre la desaparición de su madre. Hablaron de música, de cómo había alcanzado el estrellato y de todo lo que le reportaba la fama, tanto bueno como malo. Cindy intervenía en la conversación, aunque su madre monopolizaba los turnos de palabra gran parte del tiempo, por lo que se limitaba a juguetear con la comida que tenía en el plato.
Bianca se encontraba en el momento cumbre de la descripción de su último viaje a la India cuando su hija se levantó de la mesa.
-Perdonadme, tengo que ir al cuarto de baño –caminó hacia la izquierda de Sienna y salió al pasillo.
Sienna y Bianca se quedaron solas en la mesa. La cantante seguía detallando las maravillas de la India y recalcando toda la pobreza y miseria que inundaba sus calles. La joven la escuchaba interesada y cansada al mismo tiempo. Habían entrenado muy duro toda la mañana y necesitaba descansar cuerpo y mente, a lo que no ayudaba la cháchara de la madre de Cindy.
De pronto, notó como algo vibraba en su pantalón. Dio un brinco en la silla, sobresaltada. Era el teléfono, al que había quitado el sonido para no desconcentrarse mientras practicaban. Bianca se quedó callada un momento; había oído los zumbidos del vibrador y esperaba que descolgara la llamada. Metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Dean la estaba llamando.
La situación era un tanto violenta. Desconocía el motivo por el que el chico la llamaba, pero se encontraba en la casa de su novia y delante de su suegra. Dudó acerca de qué hacer. ¿Descolgaba la llamada y actuaba con normalidad? ¿Dejaba que el teléfono siguiera sonando?
-Disculpa –dijo Sienna.
Se levantó de la silla y se dirigió al pasillo por el que segundos antes había visto marcharse a Cindy. Le parecía de muy mala educación hablar por teléfono a la mesa, por lo que mejor sería que hablara fuera del salón. Así, al mismo tiempo evitaría que se descubriera con quién hablaba.
Una vez en el exterior del salón, pulsó el botón que aceptaba la llamada.
-¿Sí?
-Hola, Sienna. Soy Dean –escuchó la voz varonil al otro lado de la línea.
-Sí, ya lo sé. Me anoté el otro día tu teléfono.
-Te llamaba para saber si querías quedar esta tarde. El domingo pasado lo pasamos muy bien juntos y he pensado que estaría genial repetirlo. Además, te prometí que te llevaría a probar el mejor helado de Manhattan y al final acabamos tomando café.
-Lo siento, pero creo que no va a poder ser –se excusó Sienna-. Ahora mismo estoy ocupada y…
-Es importante. Necesito verte y contarte una cosa –suplicó el muchacho.
Sienna no pudo resistirse.
-Bueno, pero sólo un rato, ¿vale?
-¿Qué te parece que te recoja en tu casa a las cinco? –el tono de voz del chico ya no era tan serio como instantes antes.
-No, no puede ser. Ahora mismo estoy en casa de Cindy.
Silencio al otro lado de la línea.
-¿Recuerdas haber visto una estación de metro a dos manzanas de su casa? –preguntó él; ella afirmó-. Nos vemos allí. No tardes.
Se estaban despidiendo cuando una puerta se abrió tras de Sienna. Cindy salió del interior de esa sala, que resultó ser el cuarto de baño. Sienna colgó la llamada, apresurada, y volvió a guardarse el móvil en el bolsillo, rezando para que su amiga no hubiera escuchado nada. No había nombrado al chico en ningún momento, pero quién sabe si no se habría delatado de otra manera.
-¿Quién era? –Cindy la observaba, seria, mientras se secaba la cara con la mano.
-No, nadie, Matthew.
-¿Matthew? ¡Vaya, vaya, si parece que te ha salido un pretendiente! –bromeó la rubia.
Sienna suspiró aliviada. No se había enterado de nada.
Bianca apareció en el pasillo, con la servilleta en la mano.
-Chicas, vais a tener que tomaros el postre solas. Me acaban de llamar y tengo que estar ahora mismo en el estadio para hacer unas pruebas antes del concierto. Lo siento pero tengo que marcharme ya.
-Claro, mamá, no pasa nada –Cindy volvió a besar a su madre como despedida.
Bianca corrió escaleras arriba, con la bolsa de deporte bajo un brazo y la servilleta agarrada con la otra mano. Tenía que ducharse deprisa para irse cuanto antes, pues ya llegaba con retraso. Las dos jóvenes regresaron al salón y se sentaron a la mesa. El postre estaba dispuesto en un platito: tarta de queso y frambuesa.
El teléfono de Cindy sonó dos veces, dos toques cortos. Un mensaje. La chica echó mano a su bolsillo y lo miró. Su rostro se ensombreció.
-¿Qué ocurre? –preguntó Sienna.
-Es Dean. Dice que no puede quedar… Íbamos a vernos esta tarde para seguir con las compras para la casa de los Hamptons y me acaba de dar plantón por mensaje.
La culpabilidad se apoderó de Sienna. Ya se sentía bastante mal ocultándole a su amiga que quedaba en secreto con el novio de ésta como para que encima él cancelara una cita con la rubia para quedar con ella.
-¿Te ha dicho por qué no puede quedar? –se interesó, intentando saber hasta qué punto el chico la había involucrado.
-No dice nada, sólo que tiene un compromiso ineludible. Siempre igual –de nuevo estaba triste, derrotada.
Cindy volvía a tener la sensación de que Dean pasaría la tarde con otra chica que no era ella, de que no existía ese supuesto compromiso del que le hablaba en el mensaje. No quería seguir pensando en eso ni entristecerse más, por lo que optó por cambiar de tema.
-Bah, da igual. ¡Pero vamos a hablar de ti! ¿Qué quería Matthew! –se esforzó por aparentar alegría, por mostrar que el rechazo de su novio no la había afectado.
-Quiere que quedemos esta tarde. Dice que va a invitarme a un helado para terminar de distribuirnos el trabajo de literatura –improvisó la mentira conforme hablaba-. Hemos quedado a las cinco.
-¿A las cinco? ¡Si son casi ya! –exclamó Cindy, dirigiéndola una mirada extrañada.
Sienna miró su Casio dorado y vio que eran las cinco menos diez. El tiempo había transcurrido más rápido de lo normal mientras escuchaba a Bianca hablar durante la comida.
-¡Es verdad! ¡Madre mía, no me va a dar tiempo a llegar! –gritó.
-¿Quieres que mi chófer te lleve a algún lado? –ofreció Cindy, gentil.
-No hace falta, gracias. Le llamaré y le diré que llegaré un poquito más tarde. Gracias de todos modos. Perdona que me tenga que marchar así y que me deje la mitad del postre –se levantaron de la mesa y fueron hacia el recibidor.
-No te preocupes. Mañana nos vemos en clase y hablamos. ¡Pásatelo bien con Matthew! –la abrazó en la puerta principal.
La puerta se cerró y Cindy volvió al comedor. A través de la ventana, vio a Sienna caminar con paso veloz hacia la derecha.
Contempló el pastel a medio comer de Sienna y el suyo, aún sin empezar. Tenía poca hambre, pero el estómago se le había cerrado de golpe antes de probar la rica tarta de queso.
Un coche negro paró frente a su portal y vio a su madre bajar las escaleras ataviada con unas medias transparentes, un body de cuero negro y unas botas kilométricas que terminaban por encima de las rodillas, elevándola tres metros por encima del resto de los mortales. Ahí iba ella con su look original y llamativo, ése que sus seguidores imitaban y adoraban.
Bianca se despidió de su hija con un beso lanzado al aire desde la puerta. Llegaba tarde y eso que sólo colaboraba en el concierto. El verdadero artista que llenaría esa noche el Madison Square Garden no era otro que Matthew Levine.
Sienna le había mentido.

domingo, 16 de enero de 2011

Capítulo 46

-¡Venga, ánimo, que estás casi apunto de conseguirlo! –la animó Cindy, mientras Sienna intentaba subir sobre ella y Claire.
Para poder practicar mejor, la rubia había invitado a su grupo de amigas más cercanas. A fin de cuentas, no podían ensayar la pirámide ellas dos solas. Sienna no había caído en ellos en ningún momento, por lo que cuando las vio ya en casa de Cindy, se avergonzó. Ya bastante le molestaba ser un estorbo para todas y sentirse ridícula intentando mantenerse en el aire, como para que encima las demás tuvieran que compadecerse de ella.
No lo podía evitar, por mucho que lo intentara: no se llevaba bien con Lauren y compañía. Le seguían pareciendo falsas y estiradas. Además, tenía la extraña sensación de que no eran tan buenas como pretendían aparentar.
Llevaban toda la mañana practicando y aún no había conseguido mantenerse sobre sus dos bases más de cinco segundos.
-Es imposible, Cindy, no me va a salir jamás –se quejó, desmotivada.
-¡Claro que sí! Fuera esos pensamientos negativos. Si no crees en ti misma y lo intentas, entonces seguro que no lo consigues.
-Lo siento, pero no estoy centrada. No puedo –a la vez que hablaba, Sienna se dejó caer en el colchón.
Cerró los ojos un segundo, intentando relajarse. Llevaba todo el tiempo pensando en mil cosas diferentes, cualquier cosa que se le pasara por la mente menos entrenar y mantener los brazos rígidos para soportar el peso de las otras chicas. Pensó en el camino hasta la casa de Cindy, en como se había perdido por las calles de la ciudad buscando la casa de dos pisos de su amiga. No se había puesto nerviosa ni se había enfadado ya que disfrutaba paseando y conociendo nuevos rincones de la gran manzana. Todo era tan distinto a España… El vendedor de perritos calientes que le sonreía en la esquina de su casa, las luces de Times Square encendidas a cualquier hora del día, el taxi que circulaba pausado por el centro de la ciudad con dos cámaras de vídeo al lado y una estrella de la gran pantalla oculta en su interior. Siempre encontraba un motivo para sorprenderse y para sonreír. Recordó al chico de su edad con el pelo muy rizado que la adelantó frente a la tienda de Billabong, con paso rápido. Enredado en el cabello asilvestrado, llevaba un peine de púas de un brillante color azul que acaparaba las miradas de todo aquel con quien se cruzaba. Sienna rió por lo bajini de nuevo.
-¿De qué te ríes? –escuchó a Claire.
-No, de nada, sólo pensaba –abrió de nuevo los ojos y miró a las chicas, que la observaban perplejas.
Claire parecía estar especialmente molesta. Había estado bufando durante la última media hora de entrenamiento, cansada de intentar sacar un potencial de Sienna que consideraba inexistente.
-Chicas, perdonadme, pero tengo que irme ya. No me había dado cuenta de que es tan tarde ya y tengo que ir a comer con mis padres –se despidió de las demás con una abrazo y dos besos que quedaron volando en el aire.
-Sí, nosotras también nos vamos –comentaron las demás.
En cuestión de minutos, Sienna y Cindy estaban solas en la casa.
-¿Tú también te vas? –preguntó la jefa de animadoras.
-Sí, bueno… no sé. Tampoco tengo a donde ir ni nada especial que hacer –confesó Sienna.
-Yo voy a estar todo el día sola, así que si quieres puedes quedarte a comer y nos hacemos compañía mutuamente –la invitó Cindy, con una sonrisa sincera.
Sienna no se planteó en ningún momento rechazar la invitación. Le gustaba estar con Cindy, pasar el tiempo acompañada. Cuando estaba sola en casa, el tiempo pasaba lento. Cada minuto se extendía como un día, cada hora como un siglo. Y, por mucho que le agradara hablar con sus amigas de España por Internet, conforme el tiempo pasaba se iba dando cuenta de iba quedándose fuera de todo. No conocía a los chicos de los que hablaban, ni a los que salían en sus fotos del Tuenti, igual que ellas no comprendían cómo era su vida en Nueva York. Sí, la escuchaban, intentaban aconsejarla, pero en realidad sólo hablaban por hablar, porque no conocían la dulzura de Matthew, la inteligencia emocional de Abby ni el miedo de Cindy a perder a Dean. No llegaban a entender como todo, por pequeño que fuera, adquiría unas dimensiones extraordinarias en el St. Patrick’s.
Cindy había desaparecido en el piso de abajo, pero no tardó en volver.
-He avisado a la cocinera para que nos prepare algo de comer. 
Las dos se sentaron en la cama, en silencio.
-No sé qué voy a hacer –se confesó la rubia-. Creo que lo estoy perdiendo.
Sabía de qué hablaba la chica, aunque no se le ocurría nada acertado que decir. Ya le había asegurado que él la quería, que era una chica estupenda y que Dean jamás la dejaría. Nada había servido.
-A veces me pregunto si merece la pena sufrir tanto por él –añadió Cindy.
-A veces es difícil saber hasta qué punto aguantar –fue lo único que Sienna logró pronunciar.
-¿Sabes? He pensado muchas veces en dejarlo y buscar a otra persona. Sé que hay otros chicos en el mundo y que alguno de todos ellos podría hacerme feliz. Sin embargo, no consigo imaginarme la vida sin él. Hemos estado juntos tanto tiempo…
-¿Cuándo estáis juntos, eres feliz? –la interrogó Sienna.
Su amiga permaneció unos instantes en silencio, sin saber qué decir.
-Dicen que la felicidad está en los pequeños detalles –contestó Cindy, pensativa-, y, aunque no muy a menudo, tiene pequeños detalles que  me hacen muy feliz, sí. Cuando me toca, cuando me habla, se me acelera el corazón. Cuando me mira, sigo sintiendo un cosquilleo en el interior, como el primer día. Cuando me besa siento que el mundo se para de repente, y si me dice que me quiere me sube hasta el cielo.
-Eso es amor –susurró, un poco incómoda por los derroteros que estaba tomando la conversación-, si hay amor, creo que merece la pena seguir luchando.
Es difícil ser el paño de lágrimas de tu amiga cuando ésta sale con el chico que te gusta.
-Pero, ¿y si él no siente lo mismo? Yo no puedo besar a nadie más, ¡ni puedo ni quiero!, porque estoy enamorada de él. Si él me quiere, ¿cómo puede estar con otras chicas? Tengo la sensación de que poco a poco se está yendo de mi vida.
Una lágrima le corrió por la mejilla.
-¡Ey! ¡Nada de llorar! –Sienna se esforzó por sonreír, buscando una respuesta en su amiga-. Venga, vamos a bajar a ver si ya está la comida preparada, ¿vale?
Le dio la mano y bajaron las escaleras. Aún no habían alcanzado el último peldaño cuando escucharon un ruido en la entrada. La puerta principal acababa de cerrarse.
Frente a ellas, Bianca, con un chándal gris y deportivos blancos, dejaba una bolsa de deporte en el suelo.
Sienna se quedó alucinada. Abrió la boca de par en par. Quiso decir algo, pero no encontró palabra alguna.
-¡Hola, mamá! –Cindy salió corriendo hacia Bianca y se lanzó a sus brazos-. ¡No sabía que venías a comer!

viernes, 14 de enero de 2011

Capítulo 45

Matthew se derrumbó en el sofá, sin encender la tele siquiera. Apoyó los pies, aún con los zapatos puestos, sobre la mesita de cristal del salón y dejó que su mirada se perdiera en el techo de la habitación.
            La había dejado en la puerta de su casa tras hacerle comerse el trozo de brownie. Como durante la comida, le había lanzado indirectas, mensajes camuflados en bromas, en un intento de hacerle comprender que la palabra amistad se quedaba corta para describir lo que sentía por ella. Aún así, no había logrado hacérselo ver y estaba frustrado. Se despidieron en el coche con dos besos en la mejilla y en las fracciones de segundo que duró cada besó, contempló la opción de tomarle el rostro entre sus manos y besarla en los labios. Quizás así comprendiera cuánto le importaba, cuánto significaba para él.
            Aunque un poco cabreado, sonrió. Esta chica es de lo que no hay. Con todas las señales que le había mandado, con todo lo que le había dicho, aún no se había dado cuenta de nada. Muchas chicas se hubieran montado una historia tremenda con que él las mirara una sola vez. Pero no cabía duda de que Sienna era especial, igual un poco rara, pero esa rareza era la que la hacía distinta a las demás. Esa rareza fue la que le atrajo desde el primer momento.
            La observó en el avión que aterrizaba en Nueva York mucho antes de que ella se quedara dormida. La vio llegar enfurruñada, con su maleta de mano y un cabreo encima de mil demonios. Ella no le miró ni un segundo. Su guardaespaldas en ese vuelo, un peso pesado japonés, la contempló con temor.
La joven giró la cabeza al sentirse observada y volvió a mirar por la ventana, sin reaccionar de ninguna forma extraña. Matthew recordaba como tuvo que tranquilizar al guardaespaldas con una palmadita en el brazo. La chica no lo había reconocido o tal vez no supiera quién era. No era tan raro, ya que a fin de cuentas sólo era conocido en Estados Unidos y Canadá. El boom Matthew Levine no había llegado a España, y ése había sido uno de los motivos por lo que decidió pasar allí las vacaciones, con sus tíos, alejado de la prensa y del trabajo.
            Durante el largo vuelo, ignoró la película y los coqueteos de la azafata más joven. Se entretuvo vigilándola en silencio, examinando cada uno de sus movimientos. Como fruncía el ceño y apretaba el reproductor de música con fuerza cuando había un pequeño salto en el aire. Como se echaba atrás los mechones de pelo que le caían en la cara después de tantas horas recostada en el sillón de pasajero. Como canturreaba algunas frases de las canciones que escuchaba. Sin duda, era una chica muy guapa.
            Quiso comprobar si ella lo conocía, pero no sabía cómo hacerlo. ¿Y si tiraba algo a sus pies y decía que se le había caído? No, no, eso estaba muy visto. Tal vez podía preguntarle cuánto le habían costado los zapatos, que tenía que comprarle unos a su hermana y le gustaban mucho, aunque igual la pregunta era demasiado indiscreta.
             De repente se encontró junto a ella. Mientras pensaba, sin darse cuenta, se había alejado del japonés, que dormía como un tronco, y había llegado junto a su butaca. Ella no se giró a mirarle. Se sentó a su lado y la miró más detenidamente. Estaba dormida. Después se despertó y comenzaron a hablar. Pese a su malhumor, no parecía ser mala chica y no dejaba de ser una preciosidad. Además, era la primera chica en mucho tiempo con la que hablaba con normalidad, siendo Matthew Andrews y no Matthew Levine.
            Por casualidad, volvieron a encontrarse en el colegio. ¿O debería decir que el destino volvió a unir sus caminos? Matthew no lo sabía. De lo único de lo que estaba seguro es de que esa chica le gustaba, le gustaba desde el primer momento en que la vio. Conforme la había ido conociendo, todas sus virtudes y detalles fueron saliendo a la luz. Su simpatía, su toque divertido, su buen humor y su ilusión por las pequeñas cosas la hacían atractiva por dentro a la par que por fuera.
            Cuando la miraba, veía en ella algo que nunca antes había visto: esa persona a la que podría escuchar sin interrumpir jamás, esa persona que le había hecho olvidar que cualquier otra chica existió antes, ésa a la que echaba de menos diez minutos después de despedirse de ella aún habiendo estado todo el día juntos, esa chica con la que podía vivir la vida que él soñaba y no la que los demás esperaban de él. Estar con ella hacía que un día normal fuera el más maravilloso de su vida. Y al caer la noche, imaginaba cómo sería salir con ella, saber que ella sentía lo mismo que él al mirarle. Hablaría de ella hasta desgastarle el nombre, hasta que los demás se cansaran de escuchar. Sí, por ella, haría lo imposible, lo inimaginable, y lucharía para conseguir que en su vida no hubiera un solo día triste. No entendía cómo había pasado pero se había enamorado locamente de ella.
            A la vuelta de España, y especialmente después de la aparición de Sienna en su vida, Matthew había decidido acabar con las mentiras de su discografía: cortó con aquella otra famosa con la que lo relacionaban, pese a que nunca habían tenido nada, sólo roces de manos y falsos besos para las cámaras. Sin embargo, no pudo dejar de mentir, por miedo. Temía que Sienna dejara de tratarlo de la forma en que lo hacía si descubría que era cantante. Le preocupaba involucrarla en el mundo del famoseo, de los paparazzi y de las fans. Deseaba preservar la inocencia, la sencillez con que todo ocurría cuando estaban juntos. Deseaba enamorarla por él mismo y no por ser Matthew Levine, el cantante.
            Cada día se le hacía más difícil mantener la mentira y conseguir que ella no le descubriera. ¿Qué pasaría si ella se enteraba de quién era? Seguramente se enfadara con él por no habérselo contado. O igual le daba igual. Puede que se alegrara e intentara utilizarlo para hacerse famosa, como ya habían intentado antes otras chicas. Mil ideas corrían por su cabeza y le impedían tomar una decisión. Por eso, día tras día, rezaba para que nadie dijera nada en el colegio, para que la chica no lo viera en la televisión ni lo reconociera en alguna revista. Y, ante todo, rezaba que no se le acercara nadie por la calle a pedirle un autógrafo o una foto. Hasta entonces lo había conseguido, pero… ¿podría hacerlo mucho tiempo más?

miércoles, 12 de enero de 2011

Capítulo 44

            El pequeño restaurante estaba prácticamente vacío. Una camarera gordita de brillante pelo rubio preparaba café en la barra, un señor mayor leía el periódico. En la mesa junto a la ventana, una chica de unos quince años escribía en su portátil plateado. La televisión estaba apagada, por lo que tan sólo se escuchaba una canción de fondo, muy flojito.
            -Hola, Mandy –saludó Matthew.
            La camarera levantó la vista de la cafetera y le sonrió. Unas arrugas, delatoras de que su juventud ya quedaba atrás, aparecieron bajo a sus ojos. Dejó la taza de café a un lado y recibió al chico con un gesto cariñoso, colando sus dedos entre el pelo de Matthew y despeinándolo.
            Por primera vez en todo el día, el muchacho se liberó de las gafas de sol. Sienna había bromeado acerca de ellas varias veces pero, igual que ignoró sus inquisidoras preguntas relativas al cámara, el joven se limitó a decirle que sus ojos eran muy sensibles a la luz del sol y que debía llevar las gafas puestas en el exterior por prescripción médica.
            -Vaya, vaya. Si el pequeño Matthew se ha dignado a pasar por aquí. Creía que ya no frecuentabas estos barrios –la mirada del chico se endureció, suplicando que no dijera nada que le descubriera.
            Pese a que la camarera desconocía que Matthew le ocultaba a Sienna su trabajo, quién era realmente, comprendió la señal y no dijo nada más.
            -Sí, hace tiempo que no salgo, así que no he tenido mucho tiempo para visitarte –Mandy escuchó a Matthew a la vez que escudriñaba a la joven-. Por cierto, no os he presentado. Ésta es mi amiga Sienna. Sienna, ésta es Mandy, una amiga de mi madre.
            Sienna frenó el impulso de echar el cuerpo por encima de la barra para darle dos besos. Nada de besos en Estados Unidos, recordó. Tomó la mano que le ofrecía Mandy y la estrechó gentilmente.
            -¿Dónde podemos sentarnos? ¡Estamos muertos de hambre! –consultó Matthew.
            -¿Cómo te atreves a preguntar? –exclamó la camarera, indignada-. Ésta es tu casa, así que sentaos donde queráis.
            -¿Te gusta esa mesa? –esta vez, Matthew se dirigió a Sienna, señalando una mesita en una oscura esquina del restaurante.
            -Claro –aceptó ella.
            -¿Sabéis ya qué vais a tomar? –quiso saber Mandy antes de que se encaminaran al rincón.
            El chico miró a Sienna.
            -¿Qué quieres?
            -No sé lo que hay… -respondió ella.
            -Carne, hamburguesas, pescado, pizza –al decir la última palabra, Matthew sonrió.
            -Pues no sé… ¿Unas chuletas de cordero con patatas fritas? Es que no sé… tengo tanta hambre que me comería cualquier cosa.
            -Dos de chuletas entonces –pidió él-. ¡Y rápido, que si no me comerá a mí!
            La camarera se echó a reír.
            -Matthew, Matthew. Tan bromista como siempre. Nunca cambiarás –se alejó de los chicos y desapareció tras la barra.
            Una vez que estuvieron los dos en la mesa, Sienna comenzó a picar al chico.
            -¿Con que una amiga? Creía que sólo éramos compañeros de clase –el comentario cogió a Matthew desprevenido, que acababa de saludar con un gesto de cabeza a la chica del portátil.
            -Bueno, somos amigos, ¿no? Hemos hecho juntos un vuelo transoceánico, hemos compartido mi rincón favorito de la gran ciudad, te has arriesgado a recorrer las calles de Nueva York en un coche conducido por mí e incluso hemos cocinado juntos. ¿Qué es eso sino amistad? –su respuesta fue muy seria.
            -¡Que era una broma, tonto! ¡Pues claro que somos amigos! Aunque a veces seas un poco pesado y aunque me de la sensación de que te cachondeas de mí, te considero uno de mis mejores amigos –le informó Sienna.
            -Si tenemos en cuenta que Sienna Davis es una de las chicas más populares de clase, me tomaré ese comentario como un cumplido –comenzó a reaccionar él, a la vez que recuperaba su habitual sentido del humor.
            Hablaron largo rato y no dejaron de hacerlo ni siquiera cuando Mandy hizo su aparición estelar portando dos platos que desprendían un olor delicioso. Comieron entre risas, tal como cenaran varios días atrás, por lo que el tiempo pasó volando. Pidieron un brownie para compartir y juguetearon con las cucharillas cortando justo el trozo que el otro quería coger. Sin duda, lo pasaron bien.
            -Toma, cómete el último trozo, que tienes que hacerte grande –Matthew empujó con su cuchara la porción restante del postre y la aproximó a Sienna.
            -No, gracias –lo rechazó ella-. Estoy llenísima. Te lo regalo.
            Conforme hablaba, le guiñó un ojo. Estando con Matthew se sentía muy cómoda, muy tranquila. Sentía que podía ser ella misma, sin tapujos ni preocupaciones. Cuando estaban juntos, cada minuto era diferente al anterior, y esa sensación de que todo era posible y aceptable la hacía ser una chica distinta, más alocada y despreocupada.
            El chico la miró fijamente, insistiendo en que lo cogiera ella.
            -Mira, hacemos una cosa. Yo no lo quiero, así que mientras que voy al baño, tú te lo comes, ¿vale? Dile a Mandy que se lleve el plato en cuanto termines. Nunca sabré si te lo has comido y así no podré enfadarme porque hayas disfrutado del brownie más que yo –se levantó de la mesa sin darle opción a rechistar.
            Caminó hacia el lado opuesto del restaurante y entró en el cuarto de baño. Sienna miró el plato, sin saber que hacer. ¿Se lo comía? No tenía más hambre, pero Matthew le había insistido tanto que le daba lástima que ninguno se lo comiera y lo tiraran a la basura.
            Mientras decidía qué hacer, la chica del portátil, que había recogido todo y se disponía a abandonar el local, se acercó a su mesa y se sentó en la silla que segundos antes ocupara Matthew.
            -¿Cómo es? –le preguntó, directa.
            -¿Cómo es el qué? –Sienna estaba perdida; comenzaba a dudar si la había entendido bien.
            -Pues eso, que como es que te sonría, que te mire así.           
            -¿Quién, Matthew? –no sabía qué responder, sobresaltada aún por la inesperada pregunta.
            -¿Es que no te has dado cuenta de cómo te mira? –insistió la joven, perpleja.
            -No sé… normal, ¿no?
            La joven la miró con desprecio y después se puso de pie.
            -No sabes cuántas chicas darían la vida porque él les sonriera con la mitad de aprecio con que te sonríe a ti.
            Sin decir nada más, cruzó la puerta y se mezcló entre la gente que paseaba por la calle.

lunes, 10 de enero de 2011

Capítulo 43

Su insistencia fue vana, inútil. El chico no cesó de reír ni un solo momento ante sus interesadas preguntas, sin dar respuesta alguna. Se limitó a afirmar que su padre estaba muy involucrado con el mundo del espectáculo y que le había facilitado la cámara como material para el trabajo.
            -¡Parece que no vayas al St. Patrick’s, Sienna! –exclamó-. No me quiero ni imaginar qué hará tu amiguita Cindy con el proyecto. Tengo oído que le gusta mucho dar el espectáculo.
            Sienna estaba convencida de que el cámara sería algún compañero de trabajo de Matthew y se empeñaba en interrogarlo una y otra vez con la esperanza de que le desvelara su secreto. Sin embargo, él no le decía nada y continuaba con su mentira. ¿Por qué actuaba así?
            -Mark, saca un plano bueno de todo esto –el cantante señaló el edificio de cristal de las Naciones Unidas, con voz firme y resuelta.
            El cámara salió del vehículo con su instrumental a cuestas. No tardó en iniciar la grabación. En silencio, apuntaba las banderas, símbolo de orgullo nacional. Recorrió los estandartes de abajo a arriba y ascendió por la fachada acristalada despacio, con calma. Ninguno de los tres, habló, disfrutando de la paz a la vez que escuchaban el barullo de un nuevo día en Nueva York.
            Algunos viandantes, curiosos, les dirigían la mirada. Mujeres de negocios ataviadas con elegantes trajes de chaqueta y pantalón, con sus peep toes de altísimo tacón en la mano, caminaban luciendo unos deportivos viejos y desgastados. Hombres con maletín y americana que dirigían la vista al edificio, en busca del motivo de esa grabación. Ninguno paraba, pese a que la curiosidad les comía por dentro. Esa noche, cuando volvieran a casa del trabajo, buscarían en Internet qué había ocurrido en las Naciones Unidas, ignorantes de que se trataba de un simple trabajo para el colegio.
            En el exterior de la verja que les impedía el paso al terreno de la sede, un mendigo al que le faltaba una pierna intentaba llamar la atención de los turistas que habían madrugado aquel sábado para visitar la Gran Manzana. Al otro lado de la verja, tras él, se alzaba una pistola gigante con el cañón anudado. La imagen resultaba curiosa e impactante al mismo tiempo.
Ése era un buen lugar para comenzar a entrevistar personajes. Sin palabras, Sienna miró a Matthew. El chico meneó la cabeza. Se dirigieron al hombre que, harapiento, tendía su mano a todos los transeúntes que pasaban por su lado.
-Buenos días, señor, ¿podemos robarle unos segundos? –Matthew le habló con mucha educación.
-Mientras no me robéis las monedas y salgáis corriendo, con eso me sobra –la respuesta, burlona, los dejó trastocados.
Esperaban reticencia por parte del mendigo, enfado e incluso algún estufido, pero el hombre parecía estar más que dispuesto a hablar con ellos. Resultaba agradable ver que, a pesar de las circunstancias, aún quedaba gente agradable en el mundo.
            -Estamos haciendo un trabajo acerca de la vanidad y la perversión del ser humano y estaríamos interesados en hacerle unas preguntas –continuó Matthew, sin quitarse las gafas que le cubrían gran parte del rostro.
            -No hay problema, chicos, como veis no tengo mucho que hacer por aquí.
            Antes de comenzar a preguntarle su opinión acerca de los temas que se presentaban en el libro, se interesaron por él y por qué le había hecho acabar así, pidiendo en la calle. Les contó que había sido soldado hasta poco antes. Habló del conflicto de Afganistán, de la mina antipersona que le arrebató la pierna derecha y le privó de su vida anterior. Describió imágenes horribles, inimaginables para cualquier persona que no hubiera sobrevivido a una guerra. Narró hecho terroríficos, muerte, ira, desolación. Miedo.
            El cámara fijó el objetivo en el rostro del mendigo, quien hablaba sin apenas mirarlos, reviviendo cada instante.
            Algunos paseantes se pusieron a su alrededor, atraídos por la cámara y cautivados por la narración del hombre. Mientras escuchaba, Sienna notaba como el vello de sus brazos se ponía de punta. Hasta ese momento creía que conocía el dolor y la tristeza. Ahora comenzaba a entender que su dolor no era comparable al de tantas personas que no sólo veían morir a sus padres, a sus hijos, a sus seres más queridos, sino que también perdían sus hogares, sus recuerdos, sus sueños y sus esperanzas. La congoja la ahogaba; no era capaz de interrumpir al mendigo para hacerle las preguntas que, el jueves en la hora del descanso, Matthew y ella habían preparado para el trabajo.     
            El indicante habló, habló durante largo tiempo, hasta que por fin calló. Sienna continuaba paralizada por la historia. Por fortuna, Matthew reaccionó. Le dio la mano al hombre, al tiempo que le daba las gracias con la voz seria. Parecía reflexionar, meditar sobre todo lo que había escuchado. Cuando el pobre hombre le soltó la mano, la cerró en un puño y una sonrisa de oreja a oreja iluminó su rostro. Sin que nadie se diera cuenta, Matthew le había entregado un billete con el rostro de Benjamín Franklin pintado en el anverso.
            Los dos chicos, acompañados por el jovial cámara, se alejaron del hombre. La multitud de turistas, por otra parte, permaneció junto al hombre, hambrienta de historias. Sienna tuvo la impresión de que esa noche el mendigo no tendría problemas para ponerles un buen plato de comida en la mesa a sus hijos.
* * * * *
            Subidos en el discreto coche que Matthew conducía, recorrieron la ciudad entrevistando a personas de diferentes entornos y clases sociales. Los yuppies, esos hombres que corrían con el vaso de cartón de café en la mano de camino a alguna reunión, apenas pudieron dedicarles un minuto. Pese a encontrar a alguno más agradable, la mayoría les trataron con duro y desinterés. Hablaron con amas de casa que llevaban a los niños al colegio, a esa chica joven y pizpireta que paseaba los perros de todo su vecindario. Algunos testimonios les aportaron poco, otros fueron mucho más útiles, aunque ninguno tanto como el del antiguo soldado.
            Una vez que decidieron que poseían material suficiente para su trabajo, llevaron al cámara a casa. Se despidió de ellos en la puerta de un edificio humilde en el barrio de Brooklyn, con la promesa de que les avisaría tan pronto como hubiera montado las imágenes e incluido los carteles a pie de pantalla que Sienna y Matthew le habían comentado. Después, levantó la mano como despedida y se adentró en el portal.
            Por primera vez en todo el día, los dos se quedaron solos. Regresaron al coche, caminando sin pronunciar palabra. Ambos estaban cansados. No habían andado demasiado, pero la mañana había sido muy larga e intensa. Matthew entró en el coche con calma y cerró la puerta tras de sí. Sienna lo imitó, tomando asiento en el asiento de copiloto.
            -No sé cómo te atreves a conducir en Nueva York. ¡Es una locura! –atinó a decir finalmente la chica.
            -Me gustan correr riesgos, ¿aún no te has dado cuenta? –a la vez que respondía, le dedicó una amplia sonrisa-. Tú no sabes conducir, ¿no?
            -Qué va. En España tienes que tener dieciocho años para sacarte el carnet. De todas formas, mis padres siempre me decían que cuando cumpliera los diecisiete me enseñarían ellos a llevar el coche, pero mira… Los diecisiete los cumpliré aquí –se quejó Sienna.
            Cruzaron el puente de Brooklyn para regresar a Manhattan, el corazón del mundo.
            -Yo puedo enseñarte a conducir. Creo que no soy muy mal maestro –Matthew le guiñó un ojo.
            Sienna le miró asombrada.
            -¿En Nueva York? ¡Estás loco! Yo no toco el coche ahí ni para encender la radio.
             Los dos jóvenes se echaron a reír. Una vez dejaron de bromear, se oyó un ruido. Sienna se sonrojó. Le acababa de rugir el estómago. Miró a través de la ventanilla y deseó que el chico no lo hubiera escuchado. No tuvo suerte.
            -Igual conducir no te apetece, pero me juego el cuello a que de comer sí que tienes ganas, ¿verdad? Si es que… con una barrita energizante no tienes para todo el día. ¡Que no comes nada!
            -¡Sí que como! –rechistó Sienna; no sabía como lo hacía pero, con sus bromas, el muchacho siempre la hacía ponerse a la defensiva-. Esta mañana he desayunado un donut, pero con eso no tengo para todo el día. Además, la culpa es tuya por llevarme a sitios que huelen tan bien.
            -Vale, la siento, es mi culpa. ¿Qué te parece si te invito a comer para compensarte?
            Sin esperar a que la chica contestara, Matthew dio un volantazo y cambió de dirección. Condujo de vuelta a Brooklyn, lejos de las multitudes y de los agobios. La llevaría a comer a su restaurante preferido, uno pequeñito fuera de Manhattan. La comida era deliciosa allí y no solía haber mucha gente. Sí, ese sería el lugar perfecto. Lejos del ruido y del tráfico. Lejos de cualquier posibilidad de que le destrozaran la cita.